En 1932, en la época de su mayor brillantez literaria, Hemingway había escrito Muerte en la tarde, cuyo protagonista era el padre del torero Antonio Ordóñez. Volvería a la escritura de tema taurino en el invierno de 1960, cuando trataba de poner orden y mesura en el texto al que daba forma para cumplir con el encargo que le había hecho algo más de un año antes la revista Life. En 1952 ambos, escritor y revista, habían tenido un enorme éxito con el texto de El viejo y el mar, así que volvieron a desafiarse en un nuevo encargo: durante el verano de 1959 estaba previsto un duelo mano a mano de los dos grandes toreros que en aquellos años triunfaban en España, Luis Miguel Dominguín, que lo había sido todo unos años antes y que volvía ese verano a los ruedos después de un largo retiro, y su cuñado Antonio Ordóñez, más joven pero dispuesto a ocupar la cima del toreo nacional. En realidad la propuesta original había partido de la editorial Scribner’s en la que el escritor de Chicago solía publicar sus libros en Estados Unidos; ellos querían hacer una nueva edición de Muerte en la tarde, pero con un apéndice del novelista que extendiese hasta el presente el libro, en tanto que Life le propuso algo mejor, viajar a España y escribir un reportaje sobre el desafío taurino, cuya extensión no debía de sobrepasar las 10.000 palabras. Al acabar el verano y regresar a su casa en La Habana, en la maleta llevaba las notas que había tomado, aproximadamente 5.000 palabras. Cuando en el invierno de 1960 se puso a dar forma al material pergeñado que iba a titularse El verano peligroso, Hemingway luchaba no sólo con “el indomable manuscrito” ―como lo tildó Rodrigo Fresán―, que se había extendido hasta las más de 100.000 palabras de la primera versión ―que se quedarían luego, en la definitiva, en unas 90.000―, sino sobre todo contra el volcán de su propia leyenda.
En aquellos años finales de los cincuenta Hemingway ya no era el escritor pleno de facultades que había dado a la imprenta textos luminosos veinte años antes. Por aquel entonces lo que el público estaba esperando era un libro que repasara sus años mozos en París, un libro que en realidad estaba escribiendo y que acabaría publicándose ―póstumamente― en 1964 con el título de A Moveable Feast [París era una fiesta]. Pero en la escritura de Hemingway ese libro era una especie de derrota, una asunción de que ya no tenía nada nuevo que decir y bastaban los recuerdos de su pasado para mantener su nombre literario en la cima. Y no era el caso. No lo aceptaba. No asumía que su obra ya estuviera en el ciclo crepuscular. Así que la propuesta de la revista Life llegó en el momento oportuno, porque le permitía escribir en presente, no en pasado, sobre una tierra y un hecho (los toros) que le eran consustanciales. Hemingway y España, España y Hemingway, eran internacionalmente una misma cosa, se identificaban literariamente uno y otro. “Ningún sitio ejerció una influencia más poderosa en su persona y en su literatura que España”, afirmó Rodrigo Fresán en el prólogo a su edición de bolsillo de Muerte en la tarde.
la primera entrega de El verano peligroso
Aquel viaje para reencontrarse con España y la propuesta de escribir de paso un largo reportaje sobre un tema querido y en el que se encontraba cómodo, constituían en sí mismos una huida de Hemingway con respecto a su mito y a su situación física y literaria. Volvemos a leer a Rodrigo Fresán: “Años de farras sin fronteras y accidentes en todas partes (destacando la reciente caída de su avión en África y las múltiples lesiones sufridas) comenzaban a pasarle factura: dormía poco y nada, su hígado y riñones no funcionaban bien y su presión sanguínea y colesterol alcanzaban cumbres más altas que las del Kilimanjaro, tenía la aorta peligrosamente inflamada, había desarrollado una suerte de fobia a todo contacto físico (nada le disgustaba más que el que le tocasen la nuca), no paraba de gruñirle a su esposa Mary, cada frase que salía de su boca estaba puntuada por insultos y obscenidades”. El presente era un sitio horrible, añade. La consecución del premio Nobel había sido a la vez el ascenso a la cima literaria y, en su angustia vital, la presunción de que allí se acababa el camino. Tenía demasiados libros que había empezado a escribir, pero sin rematar, ni saber cómo hacerlo. España era la posibilidad de un rescate ante el acecho permanente de la depresión. Iba a cumplir 60 años.
Después de cruzar el Atlántico a bordo del Constitution, Ernest Hemingway y su esposa Mary desembarcaron el 1 de mayo de 1959 en Algeciras, donde les esperaba su amigo Bill Davis, quien seria su anfitrión durante aquel intenso verano, entre viaje y viaje, en su finca de nombre La Cónsula, en los alrededores de Málaga, por donde pasaron en aquellas semanas múltiples amigos, conocidos, parientes y allegados que formaron parte en un momento u otro, en un viaje u otro, en una fiesta u otra, en una farra u otra, del llamado por él mismo “séquito de Hemingway”, el grupo de acompañantes del que siempre iba seguido el novelista allá donde fuera, sin un minuto de soledad y sosiego durante el día o la noche, al sol y a la sombra. El plan previsto era seguir ora a un torero, ora al otro, ora a ambos, en su largo periplo veraniego por los cuatro puntos cardinales de España y el sur de Francia, algo que se prolongó hasta entrado octubre, cuando terminada la temporada Hemingway y sus inseparables cortesanos viajaron, ya sin compromisos taurinos, por Francia e Italia.
En barrera
La madeja de viajes comenzó en Madrid con las fiestas de San Isidro, en cuyas corridas la conocida presencia del escritor constituía casi tanto atractivo como la de la terna de toreros del cartel. Solía conseguir entradas de primer orden, en los palcos o en barreras, cuando no en el propio callejón, junto a los subalternos de los maestros. Él no perdía ojo de lo que ocurría sobre el ruedo, como bien reflejó luego en su reportaje, pero el público en las gradas tampoco le quitaba el ojo a él, imponente donde estuviera con su estatura y su barba blanca inconfundible.
Desde su residencia base en La Cónsula, a lo largo del verano no menos de una decena de veces Hemingway cruzó de un lado a otro la península, de corrida en corrida, de hotel en hotel, siempre acompañado en multitud y siempre comiendo y sobre todo bebiendo sin límites. Los viajes se sucedían sin descanso, los horarios de las comidas eran irregulares y se hacían a salto de mata, el descanso era incómodo, la gente giraba alrededor, las noches se alargaban hasta el amanecer. Fueron numerosas las ferias en las que Dominguín y Ordóñez torearon, y a prácticamente todas ellas acudió el escritor para tomar sus notas: Córdoba, Sevilla, Aranjuez, Granada, Zaragoza, Alicante, Barcelona, Burgos, Pamplona... Entre una ciudad y otra, a veces regresaban a Málaga; a veces, se detenían en otras ciudades intermedias por las que pasaban. Donde iba Hemingway, iba la prensa. Tener tiempo y serenidad para escribir aquel reportaje era un milagro.
Cena entre amigos en casa de los Ordóñez
A la mesa con Dominguín y Ava Gardner
Las personas de aquel séquito que en todo momento acompañó a Hemingway fueron principalmente su esposa Mary y el matrimonio formado por Bill y Annie Davis, sus anfitriones. El escritor adoptó tras los sanfermines de Pamplona a una joven irlandesa de 19 años, Valerie Danby-Smith, a la que había conocido semanas antes en Madrid mientras le hacía una entrevista para el Irish Times, que años después se casaría con su hijo Gregory y adoptaría el propio apellido Hemingway hasta hoy día. Además, en un momento u otro, también les acompañaron George Saviers, médico personal del escritor en su natal Idaho, y su esposa Pat; Buck Lanham, general del ejército norteamericano a quien había conocido durante el desembarco de Normandía; Rupert Belville, piloto al que había conocido en Londres durante la guerra; A. E. Hotchner, más conocido en la cuadrilla como Hotch, amigo y colaborador del escritor, que luego escribiría su memoria personal sobre él, de gran éxito, titulada Papa Hemingway; el pamplonés Juan Quintana, Juanito, en el que se basó para el hostelero Montoya de Fiesta; Mario Cassamassima, que hacía las veces de conductor cuando no lo era Bill Davis; el embajador David Bruce y su esposa, Evangeline, de Inglaterra; el maharajá de Jaipur, con su esposa Ayesha y su hijo, y su cuñado Bhaiya, maharajá a su vez de Cooch Behar, con su amiga inglesa Gina; los italianos Gianfranco Ivancich y su esposa Cristina, etc.
Con su esposa Mary
Pese a estar constantemente rodeado de gente, no sólo de su séquito personal, sino también de admiradores y periodistas, Hemingway no siempre rebosaba amabilidad, sino que más bien tenía un carácter casi intratable, irascible, soberbio, ciclotímico: pasaba de la carcajada a la melancolía sin preámbulos, maldecía y torturaba a quien más cerca estuviera, fuera su propia esposa o sus amigos íntimos, se quejaba de todo en esos años postreros en los que lindaba la demencia y que, finalmente, le llevarían al suicidio.
El 1 de septiembre de 1959 Antonio Ordóñez tendría que haber toreado en la feria de San Antolín de Palencia, pero la corrida fue suspendida por la lluvia. Allí se encontraba también el novelista, que hizo noche en la ciudad. La siguiente corrida de Ordóñez sería dos días después, en Mérida. Pero entre la ciudad castellana y la extremeña el plan de viaje tenía una estación intermedia: Béjar.
Con Antonio Ordóñez
La ciudad textil había carecido de un hotel de alcurnia hasta que la Agrupación de Fabricantes se lió la manta a la cabeza y puso en pie el Hotel Colón, que fue inaugurado en 1957. Era su gerente por entonces un alemán de nombre Robert Wiesbergen que, a mayores de sus dotes profesionales, era amigo personal de Hemingway. Sin duda ese hecho fue determinante para que en la programación del viaje del premio Nobel estuviera previsto el saludo entre los amigos, más que el interés en sí por la ciudad ducal. Al escritor le gustaba apurar los tiempos muertos, aprovecharlos intensamente. Béjar estaba a mitad de camino entre Palencia y Mérida. Bien merecía el saludo al amigo.
En su visita de 1953, Hemingway se había movido por nuestro país en un Rolls Royce con guarniciones de oro que pertenecía al conde Dudley, un coche que primero le pareció pretencioso y luego encantador. En su periplo del verano de 1959 lo hizo en dos automóviles, según qué momento y qué chofer fuera. Uno era un Ford de color rosa, al que pusieron por nombre Pembroke Coral, alquilado al principio del verano por el escritor en Málaga; el otro era un Lancia italiano de color crema al que bautizaron como La Barata, que se había comprado con los ingresos de sus derechos de autor en italiano. A Béjar llegaron en el primero, que había vuelto a alquilar después de que sufrieran un accidente regresando de Bilbao a Madrid en el que el Lancia quedó bastante malparado.
Probablemente la corta visita a Béjar no comenzara antes de primera hora de la tarde del 2 de septiembre. Habían salido de Palencia por la mañana y cabe sospechar que la comida la hicieran en Salamanca o en cualquier lugar del camino. Una vez registrados en el hotel, sabemos que Hemingway salió a dar un paseo por la ciudad. Ángel Gil registró en su crónica para La Gaceta Regional que el matrimonio Hemingway venía acompañado de otra pareja de norteamericanos, que no eran otros que el matrimonio formado por Bill y Annie Davis. Bill era por esos días el conductor que infatigable llevaba y traía a todas partes al novelista. Pero no cabe duda de que había un quinto pasajero, Valerie, la joven irlandesa que se había convertido en la Secretaria de Hemingway un par de meses antes. Si la prensa no dio cuenta de su presencia probablemente fuera porque pasara desapercibida o porque durante el encuentro con los periodistas ella descansara en su habitación. Pero formaba parte del séquito en ese viaje. Lo confirmó ella misma en su autobiografía, Correr con los toros. Mis años con los Hemingway, en la que en alguna medida la memoria la traiciona: “A la mañana siguiente emprendimos camino a Sevilla y de allí a Mérida y a Béjar, al oeste de Madrid”. Poca precisión es esa, pero vale. La flaqueza memorística no está en la imprecisa ubicación de Béjar, sino en el trayecto: no venían de Mérida, sino que iban a ella.
El Hotel Colón recién inaugurado (foto de Requena)
El paseo debió de llevarles no muy lejos, cabe pensar que se internaran en la calle Mayor. Y no debió de ser muy largo. Bien porque algún empleado del Hotel Colón lo difundiera, bien porque alguien lo reconociera en la calle, el caso es que no mucho después Hemingway estaba en la cafetería del hotel rodeado de una multitud que le agasajaba y que montó cierto tumulto durante un buen rato, solicitándole autógrafos sobre todo tipo de soportes; los menos, sobre algún libro suyo; los más, sobre cualquier otro tipo de papel, incluso en tarjetas de visita. No menos de cien parece que firmó. Y la mayoría de quienes le rodearon, saludaron y solicitaron autógrafos fueron señoritas, como pusieron de manifiesto tanto el corresponsal de La Gaceta Regional como el de El Adelanto, Ángel Gil y Ceferino García Martínez. Según contaban estos, el premio Nobel sobrellevó con resignación y amabilidad esa condición de mito al alcance de la mano que formaba parte de su leyenda y de su paso por cualquier lugar, la imposibilidad de pasar desapercibido; lo contó en su libro su nuera Valerie: “Ernest, que en público no gozaba de un solo momento de paz, constantemente se veía cercado por peticiones para firmar autógrafos y posar para fotografías. Generalmente lograba mantener el equilibrio a fuerza de paciencia y buen humor”. Uno de aquel centenar de bejaranos que hizo cola para disfrutar del momento de gloria fugaz fue mi padre, a quien le dedicó un ejemplar de Las nieves del Kilimanjaro en una edición de Caralt de 1955, que en realidad era una colección de sus magníficos cuentos. Luego, al parecer, mi padre iba dando botes y llegó a casa alborozado. No sería el único aquella tarde. El autógrafo, aunque un tanto ilegible, quizá rece “A mi gran amigo Sánchez Crego, como gran lector, Ernest Hemingway”. Es probable.
Cubierta del libro Las nieves del Kilimanjaro
Dedicatoria en la página inicial del relato
Más tarde el escritor recibió, como ya hemos indicado, a los corresponsales de los dos periódicos salmantinos. Hubo también una entrevista con Radio Béjar, de cuyo transcurso existe fotografía de G. Gil publicada por El Adelanto. Parece ser que la misma tuvo lugar al filo de la medianoche, tras la cena y, según la prensa escrita, “poco antes de que el escritor se retirara a descansar”. Cabe señalar que el semanario local, Béjar en Madrid, no hizo ninguna mención a esta visita, por más que los dos corresponsales de la prensa salmantina también eran asiduos colaboradores del semanario. Juan Muñoz García, cronista oficial, era su director todavía, y no había escritor, artista o prócer que pisara la ciudad que no fuera llevado a su despacho y a quien no le hiciera obsequio de alguna de sus muchas obras sobre el pasado de la ciudad. Hemingway había escrito una vez que la plaza de toros de Ronda era “el sitio ideal para ver una corrida de toros por primera vez”. Por aquel entonces todavía no estaba publicada (lo sería en 1961), pero el polígrafo bejarano andaba ya en la investigación que habría de plasmarse en su libro La plaza de toros de Béjar es la más antigua de cuantas existen en España, pero ni siquiera ese hecho, el que en Béjar hubiera una plaza de toros como pocas, como la de Ronda, sirvió de excusa para un afinidad o un encuentro curioso. Sin duda, no eran tal para cual. Ni el viejo cronista local andaba para escritores extranjeros ni el premio Nobel andaba para curiosidades locales. Se ignoraron mutuamente.
Rueda de prensa en Béjar
Desconozco si la grabación de aquella entrevista de Radio Béjar a Hemingway todavía se conservará en los archivos de RTVE. Probablemente no. Era una emisión local y al día siguiente de su difusión las cintas se borrarían. Lástima. Hoy sería un documento impagable para la historia bejarana. Contamos como único testimonio de sus palabras lo que en estilo indirecto transcribieron Ángel Gil y Ceferino García Martínez. Sus respuestas no son palabras textuales, o por lo menos no se reprodujeron en los periódicos entrecomilladas, pero aun así son una opinión contundente y demoledora. Habló sobre el libro que estaba escribiendo, esto es, el encargo de la revista Life que no sería publicado en forma de libro hasta muchos años después, en 1985 en su primera edición en inglés, por su editor Scribner’s, y un año después en español por Planeta. En el libro no se menciona en absoluto a Béjar. Otra lástima. Sabemos que hubo muchas páginas descartadas de aquel reportaje (y luego libro) que continúan inéditas en los archivos del escritor que se conservan en el John F. Kennedy Presidential Library & Museum, en Boston. El manuscrito de El verano peligroso es el 354a y consta de 1.025 páginas. Tal vez allí diga algo más, si es que alguien tiene ganas de ir y comprobarlo.
En El verano peligroso la descripción de las ciudades a las que los protagonistas acceden o por las que pasan son un material narrativo accesorio. No se detiene más que lo necesario para ubicar al lector. La mayor parte de las veces, simplemente las cita: Logroño, Zaragoza, Jaén. A veces, se entretiene en alguna ligera ráfaga descriptiva, especialmente si son ciudades intermedias, ciudades por las que pasa brevemente y que no son capitales de provincia o no se celebra en ellas ninguna corrida de las que le interesan. Así, en Manzanares anduvo “hasta el centro de aquella antigua población de La Mancha, pasada la baja y enjalbegada plaza de toros en que hirieron mortalmente a Ignacio Sánchez Mejía y por las estrechas callejuelas que conducen a la catedral para luego seguir a los primeros compradores vestidos de negro que volvían del mercado”. Digamos que el torero se apellidaba Sánchez Mejías, en plural. Y Manzanares no tiene catedral. Otras veces deja un escueto cumplido (“la blanca Vejer de la Frontera”) y en varios casos regala un verdadero elogio: “Segorbe, una ciudad muy antigua, hermosa y sin alterar por la que había pasado muchas veces”; “la vieja y gris ciudad ibérica de Sagunto, empinada y rodeada por altas murallas, con su variedad de edificios impuestos por los conquistadores romanos y moros y su hermoso barrio medieval”; “Fraga, una ciudad antigua que parece colgada sobre el río igual que si fuera una ciudad tibetana y tan bella que el solo hecho de visitarla habría justificado el viaje”.
No tuvo esa suerte Béjar, aunque en ella parara más tiempo que en Segorbe, Sagunto o Fraga y cupiera, pues, ocasión de sacar alguna conclusión. Mejor dicho: sí la sacó, pero no fue precisamente un elogio. Las palabras suyas, como ya hemos señalado, no son textuales, pero como si lo fueran: preguntado por los periodistas qué le parecía Béjar, no se cortó un pelo y dejó una definición para la historia: “Es aburrida y pequeña”. Pudo haber sido galante, pero no. Aburrida y pequeña. Seco y contundente. Como compensación, añadió que la naturaleza de los alrededores era hermosa.
Entre mayo y junio de 1931 el novelista había vivido en Barco de Ávila. Incluso le escribió desde allí una carta a su amigo John Dos Passos en el que no sólo le decía que “Barco de Ávila es un pueblo maravilloso”, sino que le tentaba la posibilidad de comprarse allí una casa y quedarse a vivir para siempre. Vivió allí en algún hospedaje, probablemente el Hotel del Comercio entonces existente. La vida le salía por 8 pesetas diarias. Él, que tenía en la pesca una de sus grandes aficiones, ponderaba en aquella carta la abundancia de truchas en el Tormes, pero también la buena comida, la bondad de la gente... en fin, tanto le aficionó la villa barcense que, veinte años después, en otra carta dirigida a Bernard Berenson, Hemingway llegaba a afirmar nada menos que “procedo de Barco de Ávila, Cooke City, Montana, Oak Park, Illinois, Key West, Florida, Finca Vigía, Cuba, el Véneto, Mantua, Madrid...”. El Barco de Ávila era nada menos que el primer lugar citado de los muchos de los que se sentía nativo, por delante incluso de su pueblo natal (Oak Park) o aquel en el que mejor se sintió (Finca Vigía). De El Barco citará la imagen de las cigüeñas dando vueltas en círculos en el cielo sobre las casas, el color rojizo como el barro de la plaza de toros y, por la noche, el baile al son de las gaitas y el tamboril... En otra carta a F. Scott Fitzgerald idealizaba su visión del Cielo con una estampa que a todas luces casa con El Barco de Ávila: “Para mí, el cielo sería una gran plaza de toros en la que yo tuviese dos localidades de barrera, y cerca un arroyo con truchas en el que nadie más pudiera pescar, y dos casas bonitas en el pueblo”. A tanto llegó el buen recuerdo barcense que luego haría que el personaje de Anselmo, padre del protagonista principal de Por quién doblan las campanas, procediera de allí; en él se encarnaba, como dijo Edward Stanton, “la nobleza natural del campesino castellano” y encarnaba todo lo que Hemingway había admirando en aquella primavera de 1931 en la vecina villa.
El verano de 1959 era ya otra cosa. Había pasado mucho tiempo. En aquel viaje el escritor escurrió muchas veces regresar a los recuerdos que le producían lugares conocidos antaño. El Barco se guardaba en su memoria como una estancia especial de un tiempo más agradable. Probablemente cuando llegó a Béjar no ignoraba lo cerca que estaba de aquellos recuerdos. Desviarse hasta allí sin duda le hubiese complicado la hora de llegada para la corrida de Mérida. Puede que la sombra barcense se proyectara sobre aquel paso fugaz por Béjar y le produjera malhumor. Quién sabe, pero a Béjar le tocó la de cal.
Tras la cena y la entrevista concedida a Radio Béjar, señalaban las crónicas que Hemingway y sus acompañantes se disponían a retirarse a sus habitaciones, pero sabemos por testigos presenciales que no fue así. Muy al contrario, la noche acababa de empezar. Aunque él mismo no lo refleja en El verano peligroso, sabemos por la autobiografía de Valerie Hemingway que las noches de aquel verano fueron inacabables. También en Béjar.
Hemingway y su esposa Mary echando un trago en la barra del Floridita en La Habana
En todo aquel séquito que iba y venía con Hemingway, unas veces unos, otras veces otros, según recordaba la joven acompañante, “a pesar de la diversión y la hilaridad constantes, había una corriente soterrada de verdadera locura, de destrucción”. El consumo de alcohol era generalizado y los nervios se tensaban por la excitación y la falta de sueño: “Era esencial tener una capacidad notable para beber sin descanso; también ayudaba aguantar horas de conversación a menudo repetitiva, escuchar con simpatía, tener un temperamento uniforme, sin altibajos, y ser una seguidora entregada, pero sin caer en el decir que sí a todo”. Mary, la esposa del escritor, a veces tenía que huir y refugiarse en Málaga. En opinión de la Secretaria, Mary “estaba cansada de los toros, de las continuas diversiones, de tanto beber a lo bestia, de la presencia constante de los parásitos y de España en general”. No era para menos. Tanto beber, hablar y viajar acaba con cualquiera. Alguna vez la propia Valerie también buscó excusas a lo largo del verano para disponer de una noche libre sin tener que beber por obligación hasta el alba ni escuchar historias repetidas. Apunta en su autobiografía la hipótesis de que Hemingway se quedaba en pie hasta las tantas porque padecía de “un insomnio pavoroso. La única opción que tenía para mantener a raya sus demonios era evitar la oscuridad y la soledad. Pero a medida que bebía también se volvía taciturno, y así invitaba a sus demonios interiores a atormentarlo”.
Así sucedió aquella noche en el Hotel Colón. Después de la entrevista con Radio Béjar, el escritor y su séquito no se retiraron a sus habitaciones, sino que se acomodaron directamente en el bar, donde tuvo lugar una de esas interminables madrugadas de alcohol y conversación que concluyó con el escritor ebrio por demás y necesitado de ayuda ajena para ser literalmente transportado a la cama, donde el sueño profundo de los licores mantuvo a raya el combate con los monstruos de su alma herida.
Hemingway taciturno
El escritor bejarano Arsenio Muñoz de la Peña andaba por allí aquella tarde. Su encuentro con él lo escribió y publicó un par de años después. Puede que incluso fuera él quien diera la voz de aviso de que el premio Nobel estaba en Béjar.
A la mañana siguiente, tras el desayuno, aun Hemingway y sus amigos hicieron una segunda incursión en las calles de la ciudad, con el único propósito de comprar algunos periódicos con que entretener el viaje que sin más dilación emprendieron en el Pembroke Coral que conducía Bill, puesto que esa misma tarde en Mérida toreaba Antonio Ordóñez, el héroe de quien durante ese verano Ernest Hemingway creyó ser el Homero que habría de inmortalizar con su prosa universal.
En el libro en que narró aquel ruido incesante de días y noches sin fin, el citado El verano peligroso, Hemingway describió una ciudad de esta manera: “Es una ciudad industrial [...] situada en una hondonada entre montañas, junto a un río. Es rica, grande, sólida y o bien cálida y húmeda, o bien fría y húmeda. El paisaje que la rodea es muy bonito y resultan encantadores los pequeños ríos que cruzan el país. Es una ciudad con mucho dinero y de grandes deportistas en la que tengo numerosos amigos”. Pudiera haber sido Béjar la destinataria de la glosa. Pero fue Bilbao.
Bibliografía
Ernest Hemingway, El verano peligroso, Barcelona: Debolsillo, 2005.
Valerie Hemingway, Correr con los toros. Mis años con los Hemingway, Madrid: Taurus, 2005.
Edward F. Stanton, Hemingway en España, Madrid: Castalia, 1989.
Carlos G. Reigosa (ed.), Hemingway desde España, Madrid: Visor, 2001.
Arsenio Muñoz de la Peña, «Recuerdo de mi conversación con Hemingway en Béjar», Béjar en Madrid, n.º 2052 (15 de julio de 1961).
G. M. [GarciMar, Ceferino García Martínez], “Ernest Hemingway, en Béjar”, El Adelanto, sábado 5 de septiembre de 1959, p. 4.
Á[ngel] Gil, “Ernest Hemingway en Béjar”, La Gaceta Regional, sábado 5 de septiembre de 1959, p. 6.
Sonsoles Sánchez-Reyes Peñamaría, “La ruta de Ernest Hemingway”, en Sonsoles Sánchez-Reyes Peñamaría y Fernando Romera Galán (eds.), Rutas literarias por Ávila y provincia, Salamanca: Ediciones Universidad de Salamanca, 2006, pp. 23-38.
[Publicado en la Revista de Ferias y Fiestas de la Cámara de Comercio de Béjar, 2009, pp. 25-29]