Durante el fin de semana estuve viendo en el Conde-Duque de Madrid la exposición retrospectiva de toda la obra del largo y ancho fotógrafo César Lucas, desde los años sesenta hasta nuestros días. Se exhibía también algún documental. De aspecto, está ahora igual que cuando lo conocí. Debió de ser en las fiestas patronales de 1978, o quizá fuera 1979, pero no más tarde. El novato periodista bejarano Antonio Egido trabajaba entonces en el Grupo Zeta, donde hizo amistad con él. Se acababa de fundar la revista Interviú, en la que ambos colaboraban. Suya es una de las imágenes icono de la Transición, la de ese niño a hombros de su padre en la calle Preciados, en medio de una manifestación vecinal. Pero sobre todo suya es la imagen de aquella esplendorosa Marisol desnuda, con una rosa (quizá) en las manos, que abrió un tiempo nuevo, que dividió el ayer del hoy, que se convirtió en símbolo de la España que venía, libre y feliz saliendo de la niebla de la dictadura. Recuerdo que la foto ocupaba toda una puerta, de arriba abajo, en la redacción de Interviú, así que cuando estabas agarrando el pomo estabas cogiendo de la mano, a la altura de su pubis, a la mismísima Marisol, a un tamaño natural. Era de César Lucas.
Antonio Egido tiró de amistad y se lo trajo a dar una conferencia en el Casino Obrero en aquellas fiestas de septiembre. Estuvimos todo el día de acá para allá, mostrándole la verde maravilla; luego, nos fuimos a montar el proyector de diapositivas, ya que iba a ilustrar su trabajo y su pensamiento con su propia obra. Todo fue bien, se llenó de público luego el gran salón de la planta baja y la conferencia comenzó; enseguida se hizo la penumbra, para mejor contemplar las imágenes, con atención y silencio, hasta que de repente sobre la pared del vetusto ateneo bejarano se proyecto la diapositiva que agrandaba de forma generosa el cuerpo desnudo de Marisol, hasta el tamaño de diosa aparecida en el viejo caserón, con la luz de su mirada y el imán de sus senos en sazón, mirándonos de medio lado. De forma súbita, el silencio palpitante se rasgo con el vozarrón de alguien que desde las tinieblas (digamos que en su doble sentido literal y metafórico) irrumpía en la escena con indignación: "¡Esto es una inmoralidad! ¡No puedo consentir esta vergüenza que falta al respeto a los socios de este lugar!" y una retahíla de exabruptos semejantes que a borbotones rebosó el silencio y de un manotazo acorde con el vozarrón encendió el interruptor de las luces del salón y dictó sentencia: "Esto se ha acabado. Fuera". Claro está que iba dirigido al hoy maestro de fotógrafos y a sus tres o cuatro acompañantes, pero el gesto afectaba a todo el público, que impávido se fue retirando. Recogimos los bártulos y salimos disparados. Deambulamos el resto de la noche con nuestro invitado, avergonzados no del espectáculo que habíamos dado con aquellas fotografías, siquiera la de Marisol, sino por no poder borrar de repente de nuestra biografía el hecho evidente de ser naturales de Béjar, cosa que el boquiabierto Lucas nos disculpaba. Vimos los fuegos artificiales en la plaza Mayor y nos retiramos, a esperar que el tiempo nos diera la razón.
El vozarrón y el manotazo pertenecían al mismísimo presidente del Casino Obrero.