El buen tiempo se ha instalado entre las jaras y los matorrales y el sol atiza todo lo que se mueve con la misma impunidad que un banquero. Los grillos, como italianos en celo, cantan a cielo abierto hasta la pesadez, testarudos en su salmodia de amor. Las terrazas, más que nunca antes, colapsan las aceras para que los fumadores se sientan como de otro tiempo. Ante tales síntomas, no hay ninguna duda de que el verano ha llegado y que la modorra del letargo invernal debe de estar mudándose en el bostezo y desperezo con que el fibber saluda al mundo antes de volver a la vida durante la única semana del año en que se hace visible.
Estamos a las puertas del guitarrazo negro que anuncia el comienzo de una nueva edición del Festival Internacional de Blues de Béjar, ese relámpago nocturno que incendia El Castañar y que tarda en apagarse un par de días. Intuyéndolo, desde lo más profundo de su apartado hábitat el fibber se enfunda en la ropa más cómoda, se desaliña de forma precisa y se mira en el espejo antes de emprender la marcha hasta el abrevadero del blues en que durante una semana se convierte Béjar. El fibber, ya lo habíamos dicho en otras temporadas de veda, no es el británico que se nutre de cerveza y pastillas ante un escenario playero de Benicassim, como el vulgo equivocadamente cree, festival al cabo tan británico en sus modales gamberros. El fibber ancestral es un blusero castizo que se alimenta de calderillo y tintorro, sestea bajo los castaños con paciencia sabia y tararea en inglés meseteño romances de ausencia que un negro en un balancín musitaba en el delta del Mississippi, con un solo diente y una armónica.
La plaza de toros de El Castañar es una especie de barreño de miel donde los bluseros se embadurnan de los doce compases durante dos noches hasta quedar lo suficientemente pringosos como para que los dedos ya no les chasquen. Luego, en ese dulce estado y con la lengua pegajosa, vuelven como los osos al rincón escondido del que salieron, bostezan relamiéndose y se duermen de nuevo con los ojos todavía plateados por el último guitarrazo que hizo temblar y dejó peor alineadas, si cabe, las gradas de la vetusta plaza taurina.