Andan en el Grupo Municipal Socialista bejarano con la congoja a flor de piel después de la ocurrencia del concejal popular de Medio Ambiente en el último pleno, cuando no tuvo mayor inconveniente en soltar un eructo garbancero de hedor ajeno a la nouvelle cuisine y la exquisitez oratoria comparando al portavoz socialista con determinados criminales que no viene al caso repetir para no hacerle el juego. Además, le dio un zurriagazo de nabo y ajo al concejal de Izquierda Unida, tildándole de “patética minoría”, no se le fuera a escapar de rositas. De su boca salieron tales lindezas que a decir verdad hay que reconocer que dejó el mantel lleno de lamparones y para echarlo a lavar.
De entrada hay que reconocer que la vomitona verbal, sin duda producto de la acidez de algún empacho de plato de cuchara, ha tenido buen efecto en la dialéctica política: ha conseguido sacar del foco la ordenanza de la Ropa Tendida (que habría que aplicar a los manteles que decora) y en vez de ello estamos hablando de sus excesos oratorios, lo que es desde luego menos trascendente.
Salvado el exabrupto y la ofensa, fuera de lugar todo ello en un pueblo pequeño donde todos convivimos muy cerca unos de otros y las maneras deberían ser comedidas porque somos vecinos de piso, lo que me llama la atención es la grandilocuencia del discurso del edil, mal medida y sobre todo mal interpretada. Todos sabemos que la política es otra forma de teatro, una representación escénica en la que los papeles y los guiones no siempre se ajustan a los intérpretes. De tal forma que en lo que no era más que una comedia de situación, esto es, el pleno, donde los guiones vienen prefabricados y hasta las risas son enlatadas, el edil en cuestión se presentó sobre las tablas con el papel en la mano dispuesto a interpretar uno de esos monólogos graciosos que están tan de moda en tabernas y espacios televisivos en los que se ensartan humoradas y procacidades. Lo que más me gustó fue lo que dijo de “estar más perdido que el alambre del Bimbo”. Qué ingenio. Qué jocosidad. Tengo para mí que hablaba no para los asistentes ni para quienes después oímos los ecos, sino para un público no ya de taberna, sino tan escaso que es de parada de autobús: los diez compañeros de su grupo, a quienes quería demostrarles que tiene los dientes afilados. Supongo que le aplaudieron, como es normal. Pero era teatro leído, lo que pone de manifiesto que el actor no era un Flotats, sino un Torrente. Vino al pleno a matar, y lo hizo de risa.
Dice el diccionario de la Academia que patético es aquello “que es capaz de mover y agitar el ánimo infundiéndole afectos vehementes, y con particularidad dolor, tristeza o melancolía”. Sugiero al monologuista que por decoro público cuide sus palabras, no sea que se vuelvan contra él por no saber lo que dice. Aunque lo lea. Y que serene el ánimo.
De entrada hay que reconocer que la vomitona verbal, sin duda producto de la acidez de algún empacho de plato de cuchara, ha tenido buen efecto en la dialéctica política: ha conseguido sacar del foco la ordenanza de la Ropa Tendida (que habría que aplicar a los manteles que decora) y en vez de ello estamos hablando de sus excesos oratorios, lo que es desde luego menos trascendente.
Salvado el exabrupto y la ofensa, fuera de lugar todo ello en un pueblo pequeño donde todos convivimos muy cerca unos de otros y las maneras deberían ser comedidas porque somos vecinos de piso, lo que me llama la atención es la grandilocuencia del discurso del edil, mal medida y sobre todo mal interpretada. Todos sabemos que la política es otra forma de teatro, una representación escénica en la que los papeles y los guiones no siempre se ajustan a los intérpretes. De tal forma que en lo que no era más que una comedia de situación, esto es, el pleno, donde los guiones vienen prefabricados y hasta las risas son enlatadas, el edil en cuestión se presentó sobre las tablas con el papel en la mano dispuesto a interpretar uno de esos monólogos graciosos que están tan de moda en tabernas y espacios televisivos en los que se ensartan humoradas y procacidades. Lo que más me gustó fue lo que dijo de “estar más perdido que el alambre del Bimbo”. Qué ingenio. Qué jocosidad. Tengo para mí que hablaba no para los asistentes ni para quienes después oímos los ecos, sino para un público no ya de taberna, sino tan escaso que es de parada de autobús: los diez compañeros de su grupo, a quienes quería demostrarles que tiene los dientes afilados. Supongo que le aplaudieron, como es normal. Pero era teatro leído, lo que pone de manifiesto que el actor no era un Flotats, sino un Torrente. Vino al pleno a matar, y lo hizo de risa.
Dice el diccionario de la Academia que patético es aquello “que es capaz de mover y agitar el ánimo infundiéndole afectos vehementes, y con particularidad dolor, tristeza o melancolía”. Sugiero al monologuista que por decoro público cuide sus palabras, no sea que se vuelvan contra él por no saber lo que dice. Aunque lo lea. Y que serene el ánimo.
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