domingo, 15 de marzo de 2009

Si castañas o arrope oviéredes menester...

I

Por los primeros días de septiembre, todos los años mi padre aparecía en casa con un ejemplar de la Revista que la Cámara de Comercio e Industria editaba y sigue editando con motivo de las fiestas y ferias bejaranas que ponen el cierre al verano. Era y es una publicación sin denominación clara, a la que sin embargo todos reconocemos y esperamos por los días de las vísperas de la Virgen del Castañar. Con la excusa de dar a conocer la programación religiosa y municipal para los días festivos, en el fondo siempre ha sido y es una guía comercial bejarana, que en el transcurso de los años y repasándola me ha servido para comprobar el ciclo vital del comercio local y la renovación de las viñetas gráficas de los anunciantes. Como complemento extraordinario, y que le da un valor allende la perentoriedad efímera de verbenas y mercados de los días inmediatos, desde que la conozco siempre tuvo el hallazgo de incluir distintos trabajos de orden literario, histórico, fotográfico o divulgador de las cosas bejaranas.
No recuerdo el año exacto y el ejemplar de marras no lo tengo a mano, pero debió de ser hacia los primeros años de la década de los setenta. Quizá yo estaba acabando el viejo bachillerato elemental y andaba despertando a la vida. Aquel ejemplar de la Revista de la Cámara de Comercio e Industria que mi padre dejó encima de la mesa traía lo mismo de siempre, pero hubo un trabajito que apenas ocupaba una página y media y cuyo título rezaba “Un bejarano en la corte del emperador Carlos I”. No sé qué fuerza interior me pudo llevar a leerlo, porque son tantos los trabajitos de esa clase en ese tipo de publicaciones sobre los que simplemente se pasa la vista por encima, que aquél, indubitablemente, en aquella edad mía, debería haber tenido el mismo destino. Pero no sólo lo leí, sino que todavía lo conservo, desgajado del ejemplar perdido de la revista en el que el azar me lo puso al alcance.
El articulito llevaba al pie de la primera página un anuncio de “Cervezas El Gavilán”; a la vuelta, uno de página entera de la fábrica de hilados de Fernando Moretón Puig; y se cerraba, tras la firma, con una fotografía de Requena del patio del palacio ducal y, de nuevo al faldón, otro anuncio de “Perfumerías Anros”.
No sé qué pudo pasar aquel verano, qué asignatura se me atravesó en los calores, qué libro pude leer, a qué locura de amor pude sucumbir en alguna película de la rancia televisión de entonces, pero lo inevitable ocurrió: ¿quién sería ese bejarano que estuvo en la corte del emperador Carlos I? La breve lectura de aquel aparentemente inocuo articulito sin lugar a dudas fue uno de esos fogonazos que le cambian la vida a uno.
Bajo la forma de un ficticio diálogo con unos supuestos bejaranos que le visitaban en Madrid, el autor nos daba cuenta de un personaje curioso, al que tildaba también de bejarano, aunque reconocía que era navarro, y que había sido sastre remendón en nuestra villa, para luego llegar nada menos que bufón del mismísimo emperador. En aquella paginita y media se repetía todo lo que hasta entonces se sabía de don Francés de Zúñiga, que tal era el bufón, al que hoy todos con un afecto desmesurado llamamos Francesillo de Zúñiga. El autor afirmaba que aquel personaje había escrito “una obra llena de agudezas, divertida, burlesca y mordaz”, que estaba publicada en la Biblioteca de Autores Españoles de Rivadeneira. Quién sabe si fue esa frase, o los pocos avatares de su vida que se contaban, los que me atraparon. En aquella pubertad mía, de colegio, no tenía ni idea de quién era ese Francesillo de Zúñiga, ni qué era la Biblioteca de Autores Españoles, ni tenía quizá una noción exacta de lo que era un bufón, pero aquellos cuatro datos, aquella simpatía que despertaba el articulito hacia el personaje, se me quedaron grabados. Nunca lo olvidé.
Quizá diez o doce años después, cuando yo estaba en el último curso de los estudios en la universidad, me encontré con una edición —preparada por la hispanista norteamericana Diane Pamp— de aquel libro: Crónica burlesca del emperador Carlos V, de Francesillo de Zúñiga. Aquel recuerdo latente del articulito leído en la pubertad despertó de repente y me enfebreció. Me recuerdo en un piso gélido en Salamanca, el día que volví de la librería y del envoltorio salió aquel ejemplar que me puse a leer sin más dilación. Estuve sin acudir a la facultad durante dos o tres semanas, leyendo y leyendo día y noche, una y otra vez, el duro texto del bufón, del que apenas entendía nada, pero ya no había vuelta atrás en aquel encuentro: cuando regresé a la facultad, me fui directamente a buscar a la única persona que me podía salvar de aquella enfermedad textual en la que había caído: el profesor Víctor García de la Concha aceptó dirigirme una Tesis de Licenciatura sobre aquel endiablado libro al que la historia de la literatura, por una parte, y la historia bejarana, por otra, apenas habían prestado atención.
Durante dos años no levanté la cabeza de aquel texto, hasta sacarle las entrañas, hasta saber lo que decía en realidad en todos aquellos oscuros pasajes y personajes en los que había un misterio que el tiempo había ennegrecido y que se fueron desvelando poco a poco, reconstruyéndose y convirtiéndose a mis ojos en el hermoso libro que efectivamente era.
Cuando terminé y leí la Tesis de Licenciatura, la más íntima satisfacción personal se alzó sobre las dudas de los escasos investigadores que se habían interesado por la obra de don Francés de Zúñiga: no era navarro, sino bejarano por los cuatro costados. Un ignoto bejarano. Todavía hoy lo es. Pero creí zanjado mi desasosiego interior con aquella investigación.
Aquel mismo verano de 1984 en que creí haberme desprendido para siempre del bufón imperial, como un alma en pena volvió a subirse a mis costillas. Aquella hispanista norteamericana cuya edición de la Crónica burlesca me abrió las puertas de la curiosidad que tanto tiempo había estado dormida en mí, estaba circunstancialmente residiendo en Salamanca con su marido, el profesor Juan Bautista de Avalle-Arce, así que por recomendación de su colega García de la Concha me pasé a saludarlos en su domicilio y hacerle saber de mi recién leída tesina. Fue otro día desdichado, como aquel en que leí el articulito de la Revista de la Cámara de Comercio de Industria. Al entregarle un ejemplar de mi trabajo, el primer comentario fue demoledor: “Francesillo de Zúñiga es labor para toda una vida”. No me cabía en la cabeza el comentario. Creía que todo lo que se podía decir de un librito de apenas ciento y pico páginas ya lo acababa de decir en mi recién terminada investigación, pero para algo los sabios son sabios y los imberbes somos imberbes. Fue como una maldición: no te librarás nunca de él. Bien lo saben los que me estén leyendo y alguna vez entraron por descuido a curiosear en un tema de investigación: jamás se sale de esos laberintos. Pasé los cinco años siguientes preparando una nueva edición de la Crónica burlesca, escribiendo artículos y participando en seminarios donde el bufón bejarano, lejos de Béjar y sin que en Béjar jamás se preocuparan por él, seguía creciendo y creciendo, hasta convertirse no en ese “pequeñajo estevado” por el que se le tiene en su tierra, sino en un gigante universal de un genero literario: su Crónica está considerada como el mejor jest-book de la literatura europea.
Todavía hoy, treinta años después de la lectura al vuelo de aquel articulito veraniego, sigo dándole vueltas a don Francés de Zúñiga, escribiendo sobre él, hurgando en archivos y bibliotecas, descubriendo incluso textos inéditos de él, llevando a cuestas la maldición de haberlo mirado una vez a los ojos y ya no poder olvidar nunca esa mirada. Aquel articulito, ante el que hoy todavía me siento indefenso cuando lo miro y reflexiono sobre lo que ha significado en mi vida, lo escribió Florentino Hernández Girbal.
Tardé más años en saber quién era Florentino que don Francés. En los tiempos de estudiante en la universidad, cuando definitivamente me dejé devorar por los libros, fue cuando comencé a desviarme del raíl de los textos obligatorios y me preocupé de que a mi biblioteca llegaran, por el portazgo abierto por don Francés de Zúñiga, todos los volúmenes que pudiera allegar que hubieran sido escritos por bejaranos. Y así fueron llegando los primeros tomos de biografías escritas por Florentino. Y con el tiempo comencé a saber de su vida, tan literaria como la del propio Francesillo al que él me había conducido. Todavía conservo la tarjetita de visita que me entregó la única vez que hablé con él, el día en que se le hizo el merecido pero escaso homenaje que se le tributó en nuestra ciudad a finales de los años ochenta. En aquella breve conversación junto a la chimenea del hotel Colón le pormenoricé lo que acabo de contar más arriba, con una sonrisa cómplice por su parte. No recuerdo ninguna frase lapidaria suya en nuestra conversación, pero sí aquella sonrisa que seguramente a él le estaba llevando a rememorar el día en que algún azar funesto le enredó, como a mí, en los malditos libros.



II

Estaba empeñado en demostrar que Francesillo de Zúñiga era bejarano. Había dejado todos mis bártulos en Salamanca y me había venido a Béjar dispuesto a morir en el empeño. No podía ser que, después de emborronar páginas y páginas y plantearme hipótesis y deducciones, la suerte me dejara varado en una casa natal navarra que de ninguna forma cumplía mis propósitos. Tenía que haber algún rastro en alguna parte que documentara que aquel personaje disparatado no había vivido casualmente en nuestra villa, sino que su personalidad se había formado aquí. Era joven y tenía tiempo. Me dejé las pestañas desatando legajos en los archivos parroquiales, en el municipal, me volví al histórico provincial, me fui a Simancas y al nacional en Madrid... Me leí de cabo a rabo la colección completa del Béjar en Madrid, los libros históricos de Juan Muñoz García, qué sé yo, disparaba sin ton ni son contra cualquier libro o papel que pudiera tener escondida en una nota a pie de página una referencia que me condujera a la verdad. Me tenía fuera de mí ese “Navarredonda” que citaba el bufón en dos de sus cartas, que no podía ser el que don Gonzalo Menéndez Pidal y otros situaban en la provincia de Ávila, porque ni siquiera se habían preocupado de mirar bien el mapa de España, y no sabían que había otro Navarredonda en la provincia de Salamanca... pero tampoco me convencía, no podía ser, estaba muy lejos de Béjar. Además, en la misma carta que se citaba el pueblecito se mencionaba la “Puerta del Pico” y ahí pasaba algo, tenía que haber algo más. Esos sinsabores y quimeras en los que nos metemos cuando nos empeñamos en la investigación. ¿Y cómo es que le matan en Béjar, si no vivía aquí? ¿Qué dicen los Libros de Defunciones de las parroquias? Si tuvo hijos y mi empeño es cierto, tienen que estar en los Libros de Bautismos bejaranos. Y si sirvió al duque, ¿no estará su nombre en alguna relación de sirvientes de la casa ducal? Iba como una peonza, dando vueltas y tumbándome a cada paso.
Uno de tantos pasajes oscuros de los que escribió me tenía intrigado porque estaba seguro de que ahí había un reflejo de la vida cotidiana bejarana; además, estaba en la misma carta que firmaba en “mi villa de Navarredonda”, que yo suponía no más que un trasunto de Béjar. Fue ahí donde me arrimé a la sombra del único sabio que en Béjar podía dirigir mis desvariados pasos hacia algún lugar antes de que me desbarrancase y lo mandase todo al infierno.
Era la víspera de la Nochebuena de 1983. Yo había estado durante un par de semanas destripando los legajos con letra del siglo XVI del archivo parroquial de la iglesia de Santa María. Era desesperante pasar una página y otra y otra y no encontrar nada. Peor aún: salían otras cosas que de pronto me intrigaban: ¿por qué pone tantas veces el párroco Ramírez de Arellano que éste y aquél son “hijos de moriscos” en las partidas de nacimiento? ¿Qué pasó con la comunidad morisca de Béjar? Céntrate, me decía, bastante tienes con la comunidad judía en la que estás persiguiendo el origen de tu bufón.
Aquella víspera había concertado por teléfono una cita con el sabio que me tenía que sacar del entuerto de aquel pasaje oscuro; estaba seguro de que él sabría decirme sobre las costumbres domésticas y los hábitos de los bejaranos del siglo XVI. Me había pedido que pasara por su casa a eso de las cinco de la tarde. Le hice la pregunta pertinente y pensé que algún comentario suyo, al vuelo, me podría servir para confirmar o desmentir mis dudas. Cuando eres joven y te acabas de envenenar con el prodigioso juego de la investigación, no sabes hasta dónde puede llegar alguien que hace años que se echó a perder por culpa de los archivos, los papeles ruinosos y las imprevisibles preguntas que te asaltan en el más íntimo silencio. Aquel sabio me aturulló. Reconozco que a ello contribuyó la botella de vinho verde portugués que abrió y nos trasquilamos entre parrafada y parrafada. Él hablaba y yo apenas tenía tiempo de asimilar —porque ni notas tomé— todo lo que me iba diciendo, en un torrente de ideas, pistas a seguir, consejos, desmentidos, casos que no venían al cuento, anécdotas, textos fundamentales y miradas profundas. Ya me había hecho eso otras veces. Por ejemplo en aquel viaje que hicimos juntos de Béjar a Salamanca, en su R5 amarillo, en el que con la excusa de la cubierta de su próximo libro, que llevaba al taller donde se imprimía a su costa, me repasó con pelos y señales la vida de cierto párroco de El Salvador, y lo que es más, cómo eran los bejaranos del siglo XVII. Yo leía todo lo que publicaba, incluso aquel mismo libro cuando salió, aun cuando ya me lo sabía de memoria. Una vez él había escrito sobre cierta visita de García Lorca a Béjar en la que las cosas no le fueron muy bien al granadino, pero le faltaba un dato fundamental para entender la razón de aquel traspiés de Federico en nuestra ciudad. Tiempo después mi amigo Antonio Egido y yo supimos por otra fuente aquel dato, y lo contamos en un artículo. Y el sabio nos contestó, con cierta incredulidad, desde el Béjar en Madrid, rematando con una mención en la que Antonio Egido y yo resultábamos ser “galgos o podencos del periodismo bejarano”, lo que siempre tuve por un elogio, aunque vaya usted a saber lo que realmente quería decir la críptica alusión. Nunca se lo quise preguntar en los años siguientes, no fuera a ser que.
Así que aquella víspera, que sigue vívida en mi recuerdo, regresé a casa con la cabeza caliente, con mi respuesta satisfecha pero otras mil preguntas dando brincos en las tapias de mi imaginación. Porque no sólo el pasaje que me tenía en un lodazal quedó como agua clara, sino que me fui armado de todo lo que un joven investigador interesado por las cosas bejaranas puede necesitar para echarse al camino y dejar de dar tumbos por los arcenes. Además de compartir aquella botella de vino portugués, compartió algo que ya fue para siempre mío: su sabiduría. Me fui de su casa cargado de direcciones, dónde mirar en el archivo de Osuna, dónde leer sobre los judíos bejaranos, me empapeló de fotocopias que tenía preparadas para mí (y que aún conservo, como si fueran vitelas) de artículos de Martín Lázaro, de Robustiano García Nieto, de índices del Béjar en Madrid, del libro de ofrenda a la Virgen del Castañar... Y de artículos suyos, claro. Y de todas las cosas que me dijo, las que acabaron fructificando en mi trabajo y las que fueron simplemente lección moral, la que se quedó retumbando en mis oídos fue, otra vez, como una maldición dicha a tiempo pero imposible de conjurar:

—Ten cuidado. Cuando te metes en la investigación, acabas viviendo más tiempo con los muertos que con los vivos.

En fin, a estas alturas supongo que los lectores ya habrán deducido que estoy hablando de José Luis Majada Neila. Por aquellas cosas de la vida, los azares, no fue profesor mío cuando por los mismos años él daba clases en el instituto Ramón Olleros Gregorio y yo fui alumno. Y por aquellas cosas de la vida, sin embargo, acabó siendo mi maestro.


Tanto Florentino Hernández Girbal como José Luis Majada Neila se cruzaron en mi camino y de forma involuntaria contribuyeron a que hoy, nel mezzo del camin di nostra vita, mire hacia atrás y compruebe que pusieron en mis manos el oro de la vida: los libros.
En carta para la emperatriz Isabel, esposa de Carlos V, escrita en Béjar hacia el otoño de 1529, don Francés de Zúñiga le decía con harta familiaridad y bejaranidad lo que yo también firmo y dirijo a la memoria de Florentino y José Luis, donde quiera que estén: «Si castañas o arrope oviéredes menester, enviad por ello, que luego lo enviaré...».
[publicado en Periodismo, cultura y educación en Béjar. Siglo XX, Béjar: Centro de Estudios Bejaranos, 2004]

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