Aquellas veladas invernales formaron parte no sólo de mi educación sentimental, sino que fueron mi iniciación en la bejaranidad que todos aquellos comensales representaban para mí y para cualquiera que alguna vez intente una interpretación del sentimiento bejaranista. Volviendo la vista atrás, poniendo hitos en mi formación, he de considerar sin duda aquellas cenas como la primera ocasión en la que se me trató como adulto en el ámbito social. Tenía por entonces este semanario la costumbre de agasajar a sus habituales colaboradores con una reunión en torno a un calderillo en el restaurante Cubino de la plaza Mayor, algún sábado hacia finales de enero, con la excusa de celebrar al patrón de los periodistas, san Juan Bosco, tan bejarano también él por otros motivos. En aquellas cenas, en las que participaba quizá una docena de personas, pude por primera vez departir con gentes no sólo amantes del periodismo, sino significadamente amantes de Béjar, que mantenían a través de este semanario un diálogo con la ciudadanía que no tenía, por aquel entonces, muchos cauces de expresión. Eran, quizás, coletazos finales de la extinta Tertulia Literaria Bejarana, aquella que unos años antes intentaba ensanchar los límites de la sociedad bejarana. Alguna vez que he vuelto a mirar la única fotografía que he tenido en mis manos de aquel grupo bejarano, del que mi abuelo formaba parte, precisamente la figura de Pepe, allí de pie al fondo, se me identificaba como una de las más jóvenes de aquella generación en la que casi todos escribían. Lástima que luego, en aquellas veladas de calderillo nocturno, nadie nos tomara una fotografía alguna vez que permitiera testimoniar la presencia de un adolescente melenudo y risueño entre las graves voces de quienes atesoraban una bejaranía que yo anhelaba, cuando Pepe ya era maestro de periodistas bejaranos.
Hace treinta años de aquel recuerdo de hospitalidad con que Juan Luis, Ángel y Pepe me abrieron puertas que nunca se han cerrado. A mí me mataban las ganas de escribir, que es una forma solapada de decir que me mataban las ganas de publicar lo que ya escribía. En el verano de 1975 Pepe nos permitió a Antonio Egido y a mí publicar unas entrevistas infumables con artistas que vinieron a actuar en verbenas en la piscina municipal. Luego, durante largos años, todos aquellos de la Transición, aquella casa de huéspedes me permitió ocupar una habitación con vistas al Castañar cuyas paredes dejé emborronadas con todo lo que se me ocurría, de los asuntos más dispares y con el lenguaje propio de aquella edad y de aquel momento. Los sábados me acercaba al despacho de Pepe y le dejaba las cuartillas. A cambio, él me daba algún consejo. Nunca un reproche. Nunca un no. Si alguna temporada no me veía por su despacho, a la siguiente me venía siempre con la misma cantilena: “Yuyo, que la pluma se oxida si no se moja en la tinta”. Yuyo fue uno de los muchos pseudónimos que utilicé en mis artículos. Y Yuyo me ha seguido llamando hasta la última vez que hablé con él.
A lo largo de estas décadas he visto cómo las firmas de los colaboradores se iban renovando al tiempo que otras desaparecíamos. Cada vez que en estos años he visto sangre nueva en las páginas del semanario, no he podido dejar de sonreír al comprobar que Pepe seguía dando la oportunidad a cándidos aprendices que se morían de ganas de escribir como una vez yo lo hice. Ideológicamente, en la visión de Béjar, estábamos en las antípodas, por no decir en planetas distintos, pero nos unía ese nudo en el que se enredan los amantes del periodismo, de la letra impresa, de la tipografía. Sin aquellos centenares de páginas que Pepe me publicó en este semanario, seguramente hoy serían más torpes mis adjetivos, cincelados bajo su magisterio y su amistad.
Ahora que todos vamos a dejar de fumar, nos quedamos también sin Pepe. Este mundo está cada vez peor.
Allá donde estés, Pepe, algún rapaz con una gramática en flor agradecerá cualquier consejo que se le pueda dar. No dejes de hacerlo.
Hace treinta años de aquel recuerdo de hospitalidad con que Juan Luis, Ángel y Pepe me abrieron puertas que nunca se han cerrado. A mí me mataban las ganas de escribir, que es una forma solapada de decir que me mataban las ganas de publicar lo que ya escribía. En el verano de 1975 Pepe nos permitió a Antonio Egido y a mí publicar unas entrevistas infumables con artistas que vinieron a actuar en verbenas en la piscina municipal. Luego, durante largos años, todos aquellos de la Transición, aquella casa de huéspedes me permitió ocupar una habitación con vistas al Castañar cuyas paredes dejé emborronadas con todo lo que se me ocurría, de los asuntos más dispares y con el lenguaje propio de aquella edad y de aquel momento. Los sábados me acercaba al despacho de Pepe y le dejaba las cuartillas. A cambio, él me daba algún consejo. Nunca un reproche. Nunca un no. Si alguna temporada no me veía por su despacho, a la siguiente me venía siempre con la misma cantilena: “Yuyo, que la pluma se oxida si no se moja en la tinta”. Yuyo fue uno de los muchos pseudónimos que utilicé en mis artículos. Y Yuyo me ha seguido llamando hasta la última vez que hablé con él.
A lo largo de estas décadas he visto cómo las firmas de los colaboradores se iban renovando al tiempo que otras desaparecíamos. Cada vez que en estos años he visto sangre nueva en las páginas del semanario, no he podido dejar de sonreír al comprobar que Pepe seguía dando la oportunidad a cándidos aprendices que se morían de ganas de escribir como una vez yo lo hice. Ideológicamente, en la visión de Béjar, estábamos en las antípodas, por no decir en planetas distintos, pero nos unía ese nudo en el que se enredan los amantes del periodismo, de la letra impresa, de la tipografía. Sin aquellos centenares de páginas que Pepe me publicó en este semanario, seguramente hoy serían más torpes mis adjetivos, cincelados bajo su magisterio y su amistad.
Ahora que todos vamos a dejar de fumar, nos quedamos también sin Pepe. Este mundo está cada vez peor.
Allá donde estés, Pepe, algún rapaz con una gramática en flor agradecerá cualquier consejo que se le pueda dar. No dejes de hacerlo.
[Publicado en Béjar en Madrid el 6 de enero de 2006]
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