Cuando se llevaron a Madrid el miliario de la milla 142 de la calzada que los romanos trazaron a través de la comarca bejarana, la Vía de la Plata, mi abuelo José Antonio no estaba en Béjar. Vivía por entonces en Cáceres. Vendría poco después, para dedicar la última etapa de su vida y sus esfuerzos —cargado de un amor al arte que le costó graves disgustos— a proteger el patrimonio que nuestra tierra atesoraba. Le recuerdo, en mi ya lejana infancia, llevándome de la mano al taller, donde me enseñaba a modelar en escayola, y también a algunos pueblos de nuestro entorno, donde miraba tejados, ventanas y puertas, sin que yo entendiera gran cosa de sus observaciones; al cabo de los días me hacía llamar y juntos escribíamos cartas como aquellas que un coronel, en una novela que todos hemos leído, mandaba a destinatarios de otro mundo. Creo haber heredado de él alguna virtud, además del nombre, siquiera el respeto que en él aprendí por la herencia de los hombres, aquellas cosas que a todos nos pertenecen, esas que por ser precisamente de todos y no de uno tendemos a despreciarlas y destruirlas.
Ojalá que mi abuelo José Antonio hubiera podido comprobar cómo el tesón de bejaranos inquebrantables y tozudos, que han perseverado durante años por restituir lo que les fue arrebatado de forma arbitraria e injusta, ha podido más que la indiferencia de quienes guardan, como Cerberos, las causas que se dan por perdidas. Me refiero, claro está, a la constancia de quienes a fuerza de intentarlo una y otra vez, a lo largo de años, elevando escritos a un ministro tras otro, han conseguido a la postre y por fin atraer la atención de uno, ahora afortunadamente bejarano y sensato, bajo cuya responsabilidad parecía estar su custodia, para que de una vez esa insignificancia aparente que es un miliario de más o de menos, el 142, desterrado durante cuarenta años a las entrañas anónimas del Madrid más profundo, haya vuelto a su lugar de origen, haya vuelto a ponerse al borde del río Sangusín, allí donde permaneció incólume durante casi dos milenios y solo perdió su esbeltez y dignidad cuando la modernidad y la arbitrariedad se adueñaron de él para luego dejarlo abandonado, sin inventariar, sin ser reconocido, sin apelación en unos jardines matritenses que le eran pasto ajeno. Sólo la permanente reclamación, el empeño de restitución han conseguido que ese viejo bloque de granito del país vuelva a lucir en el histórico camino bejarano donde una vez la ingeniería romana construyó la Vía de la Plata. Puede que parezca que un miliario de más o de menos no haga gran cosa en el patrimonio, pero resulta que granito a granito (valga en su doble acepción) se mejoran y completan los vestigios con que remedamos el recuerdo fragmentario de lo que fue la etapa mejor conservada de aquella vía romana que iba de Astorga a Mérida, para orgullo de quienes podemos sentir que la Historia nos pertenece y estamos en deuda con quienes con sus aportaciones nos hicieron llegar a nuestros días y ser quienes somos.
Los azares del dios Cronos han vinculado que el miliario 142 se levante de nuevo, como mojón de la Historia, en su rincón campestre y viario, con la noticia repentina y traicionera del derribo de otra (qué triste decir otra, y no una o ninguna) chimenea textil en el casco urbano bejarano. Probablemente no se trate de nada más que de una chimenea, una chimenea de más o de menos, que bien poca cosa es. Hay que modernizar Béjar, dirán, alcanzar el tren de la Historia que una vez más nos está dejando atrás, dirán, y si no queremos quedarnos convertidos en estatuas de sal —como la mujer de Lot, de tanto volver la vista— debemos comprender que el futuro está en la metáfora de Marina d’Or, dirán, y no en esas viejas fábricas que ya para nada sirven. Hace algunos años alguien tuvo la osadía de escribir que había que derruir de una vez para siempre todas las naves que afean el cauce del río Cuerpo de Hombre, porque con esa imagen de ruina y abandono no conseguiríamos atraer el turismo. Ah, el turista, becerro de oro... Puede que alguna vez, efectivamente, no quede ni rastro de lo que una vez fue el mayor centro textil lanero del oeste de España. En ello estamos, a lo que parece, chimenea más o chimenea menos, con el mismo énfasis modernizador con que la burguesía textil bejarana decimonónica se encargó de acabar con todo rastro de lo que fuera un Béjar barroco o neoclásico. Supongo, en mi resignación, que tal vez el asunto tenga que ver con el alma autolesiva bejarana. Durante décadas oí a mis paisanos alardear del abolengo que nos daba el carácter industrial de mi Béjar, tan orgullosa de si misma y su hecho diferencial textil; ahora, enflaquecido el ánimo, parece que nos da vergüenza conservar sus despojos. La modernidad, la maldita modernidad.
Quizás haya, entre los lectores, quien caiga en la cuenta de la semejanza volumétrica entre un miliario y una chimenea. Ambos ingenios parecen provenir del mismo empeño en plantar en la tierra signos que se elevan al cielo, cilíndricos, majestuosos, reclamos cambiantes de la identidad permanente. Les diferencian los dos mil años de distancia y la imposibilidad de la convivencia: cuando uno viene, otro se va. Un hado fatuo ha tirado los dados y hemos vuelto a perder: tenemos el miliario, pero hemos perdido una chimenea de más o de menos, qué más da. La destrucción de nosotros mismos continua.
Alguna vez, algún día, no nos reconoceremos en quienes fuimos, porque no quedará espejo en que mirarnos.
Ojalá que mi abuelo José Antonio hubiera podido comprobar cómo el tesón de bejaranos inquebrantables y tozudos, que han perseverado durante años por restituir lo que les fue arrebatado de forma arbitraria e injusta, ha podido más que la indiferencia de quienes guardan, como Cerberos, las causas que se dan por perdidas. Me refiero, claro está, a la constancia de quienes a fuerza de intentarlo una y otra vez, a lo largo de años, elevando escritos a un ministro tras otro, han conseguido a la postre y por fin atraer la atención de uno, ahora afortunadamente bejarano y sensato, bajo cuya responsabilidad parecía estar su custodia, para que de una vez esa insignificancia aparente que es un miliario de más o de menos, el 142, desterrado durante cuarenta años a las entrañas anónimas del Madrid más profundo, haya vuelto a su lugar de origen, haya vuelto a ponerse al borde del río Sangusín, allí donde permaneció incólume durante casi dos milenios y solo perdió su esbeltez y dignidad cuando la modernidad y la arbitrariedad se adueñaron de él para luego dejarlo abandonado, sin inventariar, sin ser reconocido, sin apelación en unos jardines matritenses que le eran pasto ajeno. Sólo la permanente reclamación, el empeño de restitución han conseguido que ese viejo bloque de granito del país vuelva a lucir en el histórico camino bejarano donde una vez la ingeniería romana construyó la Vía de la Plata. Puede que parezca que un miliario de más o de menos no haga gran cosa en el patrimonio, pero resulta que granito a granito (valga en su doble acepción) se mejoran y completan los vestigios con que remedamos el recuerdo fragmentario de lo que fue la etapa mejor conservada de aquella vía romana que iba de Astorga a Mérida, para orgullo de quienes podemos sentir que la Historia nos pertenece y estamos en deuda con quienes con sus aportaciones nos hicieron llegar a nuestros días y ser quienes somos.
Los azares del dios Cronos han vinculado que el miliario 142 se levante de nuevo, como mojón de la Historia, en su rincón campestre y viario, con la noticia repentina y traicionera del derribo de otra (qué triste decir otra, y no una o ninguna) chimenea textil en el casco urbano bejarano. Probablemente no se trate de nada más que de una chimenea, una chimenea de más o de menos, que bien poca cosa es. Hay que modernizar Béjar, dirán, alcanzar el tren de la Historia que una vez más nos está dejando atrás, dirán, y si no queremos quedarnos convertidos en estatuas de sal —como la mujer de Lot, de tanto volver la vista— debemos comprender que el futuro está en la metáfora de Marina d’Or, dirán, y no en esas viejas fábricas que ya para nada sirven. Hace algunos años alguien tuvo la osadía de escribir que había que derruir de una vez para siempre todas las naves que afean el cauce del río Cuerpo de Hombre, porque con esa imagen de ruina y abandono no conseguiríamos atraer el turismo. Ah, el turista, becerro de oro... Puede que alguna vez, efectivamente, no quede ni rastro de lo que una vez fue el mayor centro textil lanero del oeste de España. En ello estamos, a lo que parece, chimenea más o chimenea menos, con el mismo énfasis modernizador con que la burguesía textil bejarana decimonónica se encargó de acabar con todo rastro de lo que fuera un Béjar barroco o neoclásico. Supongo, en mi resignación, que tal vez el asunto tenga que ver con el alma autolesiva bejarana. Durante décadas oí a mis paisanos alardear del abolengo que nos daba el carácter industrial de mi Béjar, tan orgullosa de si misma y su hecho diferencial textil; ahora, enflaquecido el ánimo, parece que nos da vergüenza conservar sus despojos. La modernidad, la maldita modernidad.
Quizás haya, entre los lectores, quien caiga en la cuenta de la semejanza volumétrica entre un miliario y una chimenea. Ambos ingenios parecen provenir del mismo empeño en plantar en la tierra signos que se elevan al cielo, cilíndricos, majestuosos, reclamos cambiantes de la identidad permanente. Les diferencian los dos mil años de distancia y la imposibilidad de la convivencia: cuando uno viene, otro se va. Un hado fatuo ha tirado los dados y hemos vuelto a perder: tenemos el miliario, pero hemos perdido una chimenea de más o de menos, qué más da. La destrucción de nosotros mismos continua.
Alguna vez, algún día, no nos reconoceremos en quienes fuimos, porque no quedará espejo en que mirarnos.
[Publicado en El Norte de Castilla el 6 de marzo de 2006]
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