martes, 24 de marzo de 2009

La Ancianita

A la plaza de toros de El Castañar ahora la llaman por todas partes La Ancianita. Me imagino que no faltará mucho para que incluso se utilice de forma oficial y administrativa. Vaya por delante que eso no es un nombre, en todo caso, sino un apodo.

Yo creo que hace veinte años, por poner un lapso, no existía, así que habrá que considerarlo un joven neologismo de la lexicografía bejarana. O quizá bejarahui.

Quien se lo puso, indudablemente quiso aludir a su antigüedad, más que a su vejez, puesto que aquélla se aplica a las cosas y ésta a las personas y los animales, además de implicar un grado de deterioro producido por el tiempo. Probablemente buscaba un adjetivo culto y literario con el que dignificar su estatus, y dio con La Ancianita en vez de dar, por ejemplo, con La Vetusta.

Puestos a ponerle un nombre que implique su vejez, quizá la homofonía hubiera venido bien en un derivado como La Vejarrona, por aquello de tirar de un étimo que incluya ya de paso el topónimo madre, o La Vejezuela, menos gracioso e identitario. Claro que, en esa línea, el Diccionario Crítico Etimológico Castellano e Hispánico de Joan Corominas y José Antonio Pascual nos propone un vejerano con el significado de “vejestorio” que se usa en Cuba, convertido directamente en vejarano en otras partes de América, que Corominas y Pascual consideran un cruce de vejete y veterano o quizás un floreo verbal con el gentilicio y apellido Bejarano.

Total, que así las cosas, para qué más vueltas: podrían haberle puesto sin más ni más el epíteto de La Bejarana que, a lo que vemos, ya de por sí significa (cuando menos en América) “ciertamente viejo”.

Diccionario de la Real Academia Española

Anciano (del lat. *antianus, de ante). Adj. Dicho de una persona: de mucha edad. Utilízase también como sustantivo. // Poco usado, antiguo (que existe desde hace tiempo).

Diccionario Histórico de la RAE

Anciano (del bajo latín antianus, y éste del latín ante, antes). Adj. Dícese del hombre o de la mujer que tiene muchos años. UTCS. 2. Adj. Perteneciente o relativo a la ancianidad o al hombre anciano. 3. Ant. Antiguo.

Vamos, que está traído por los pelos, ya sea por “poco usado” o por “antiguo”, cosas ambas que son ciertas en el caso de la centenaria plaza. Será por eso el nombre.

viernes, 20 de marzo de 2009

Biblioteca de las Sierras

Cobijada en el catálogo y la distribución de Castilla Ediciones, con el patrocinio de la Unión Europea, la Junta de Castilla y León y el Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, la Asociación Salmantina de Agricultura de Montaña (ASAM) puso en las librerías hace cosa de un año una iniciativa que rompe con el abandono editorial y patrimonial de nuestra literatura en las comarcas sureñas de la provincia de Salamanca. Me estoy refiriendo a la bienhallada y bienvenida colección de libros “Biblioteca de las Sierras”, la primera propuesta en este siglo, en el anterior y en anterior, de disponer para los pocos pero siempre agradecidos lectores serranos los textos de algunos escritores y pensadores que con perenne o fugaz fortuna se entretuvieron en describir por lo real o por lo imaginario los paisajes, paisanajes y fortunas de esa batueca in extenso que abarca las montañas y valles de las dos sierras, la del río Francia y la del río Cuerpo de Hombre, con el Alagón y otros océanos de por medio.
Bajo la dirección del infatigable albercano José Luis Puerto, de una sentada aparecieron los dos primeros títulos con los que se abre la esperemos fecunda colección: Las Batuecas del duque de Alba, de Félix Lope de Vega, preparado por el egregio profesor Manuel Ambrosio Sánchez Sánchez, y la Fábula de las Batuecas y países imaginarios de fray Benito Jerónimo de Feijoo y Montenegro, en edición del gigante de inmúmeros brazos Fernando R. de la Flor. Se trata en ambos casos, y así parece que pretende ser la colección entera en el futuro, de ediciones a palo seco, esto es, pensadas simplemente para lectores curiosos, no para eruditos de ceño grave. Apenas unas páginas previas, a cargo de los cuidadores de los textos, anteceden al cuerpo de la obra, que va sin ninguna ortopedia de notas ni ropaje antidusturbios con que suelen espantarse los lectores cuando osan arrimarse a los clásicos. Porque clásicos son, claro, los dos textos, como bien sabe el lector avezado: Lope escribió el suyo a finales del siglo XVI, en tanto que el padre Feijoo lo hizo a primeros del XVIII.
En las dos sierras, por más que paraíso virgen ignoto para los touroperators, cada vez somos menos. Y de entre los pocos, probablemente solo un puñado gira en derredor con el candil ante los ojos buscando la razón de quiénes somos en el traslúcido tapiz de quiénes fuimos. Para nuestra desgracia, otra desgracia más, ni siquiera fue ni es fácil tener a mano la reflexión de quienes han escrito sobre (o por) nosotros. De ahí que el incandescente José Luis Puerto, auténtico hombre axial de nuestra cultura serrana, se plantee la dirección de esta colección de libros como una “biblioteca de rescate” o, lo que es lo mismo, la pretensión de “recuperar y poner al alcance de todos los lectores comunes unas publicaciones y unos libros que han constituido verdaderos hitos para el mejor conocimiento de las Sierras salmantinas de Béjar y Francia, y que, por diversos motivos, eran difíciles de localizar y, por tanto, de leer”. Escritor como pocos, Puerto dice que toda su obra es una negación del olvido. Queda implícita en esa negativa, por supuesto, la puesta en marcha de esta biblioteca, que debería ocupar una hornacina iluminada en los anaqueles (donde los haya) de los hogares serranos, sacados del armario del infierno en que los bibliotecarios de la realidad arrinconan los libros que de verdad se burlan del tiempo.
[Publicado en Béjar en Madrid el 7 de noviembre de 2008]

Miliarios y chimeneas

Cuando se llevaron a Madrid el miliario de la milla 142 de la calzada que los romanos trazaron a través de la comarca bejarana, la Vía de la Plata, mi abuelo José Antonio no estaba en Béjar. Vivía por entonces en Cáceres. Vendría poco después, para dedicar la última etapa de su vida y sus esfuerzos —cargado de un amor al arte que le costó graves disgustos— a proteger el patrimonio que nuestra tierra atesoraba. Le recuerdo, en mi ya lejana infancia, llevándome de la mano al taller, donde me enseñaba a modelar en escayola, y también a algunos pueblos de nuestro entorno, donde miraba tejados, ventanas y puertas, sin que yo entendiera gran cosa de sus observaciones; al cabo de los días me hacía llamar y juntos escribíamos cartas como aquellas que un coronel, en una novela que todos hemos leído, mandaba a destinatarios de otro mundo. Creo haber heredado de él alguna virtud, además del nombre, siquiera el respeto que en él aprendí por la herencia de los hombres, aquellas cosas que a todos nos pertenecen, esas que por ser precisamente de todos y no de uno tendemos a despreciarlas y destruirlas.
Ojalá que mi abuelo José Antonio hubiera podido comprobar cómo el tesón de bejaranos inquebrantables y tozudos, que han perseverado durante años por restituir lo que les fue arrebatado de forma arbitraria e injusta, ha podido más que la indiferencia de quienes guardan, como Cerberos, las causas que se dan por perdidas. Me refiero, claro está, a la constancia de quienes a fuerza de intentarlo una y otra vez, a lo largo de años, elevando escritos a un ministro tras otro, han conseguido a la postre y por fin atraer la atención de uno, ahora afortunadamente bejarano y sensato, bajo cuya responsabilidad parecía estar su custodia, para que de una vez esa insignificancia aparente que es un miliario de más o de menos, el 142, desterrado durante cuarenta años a las entrañas anónimas del Madrid más profundo, haya vuelto a su lugar de origen, haya vuelto a ponerse al borde del río Sangusín, allí donde permaneció incólume durante casi dos milenios y solo perdió su esbeltez y dignidad cuando la modernidad y la arbitrariedad se adueñaron de él para luego dejarlo abandonado, sin inventariar, sin ser reconocido, sin apelación en unos jardines matritenses que le eran pasto ajeno. Sólo la permanente reclamación, el empeño de restitución han conseguido que ese viejo bloque de granito del país vuelva a lucir en el histórico camino bejarano donde una vez la ingeniería romana construyó la Vía de la Plata. Puede que parezca que un miliario de más o de menos no haga gran cosa en el patrimonio, pero resulta que granito a granito (valga en su doble acepción) se mejoran y completan los vestigios con que remedamos el recuerdo fragmentario de lo que fue la etapa mejor conservada de aquella vía romana que iba de Astorga a Mérida, para orgullo de quienes podemos sentir que la Historia nos pertenece y estamos en deuda con quienes con sus aportaciones nos hicieron llegar a nuestros días y ser quienes somos.
Los azares del dios Cronos han vinculado que el miliario 142 se levante de nuevo, como mojón de la Historia, en su rincón campestre y viario, con la noticia repentina y traicionera del derribo de otra (qué triste decir otra, y no una o ninguna) chimenea textil en el casco urbano bejarano. Probablemente no se trate de nada más que de una chimenea, una chimenea de más o de menos, que bien poca cosa es. Hay que modernizar Béjar, dirán, alcanzar el tren de la Historia que una vez más nos está dejando atrás, dirán, y si no queremos quedarnos convertidos en estatuas de sal —como la mujer de Lot, de tanto volver la vista— debemos comprender que el futuro está en la metáfora de Marina d’Or, dirán, y no en esas viejas fábricas que ya para nada sirven. Hace algunos años alguien tuvo la osadía de escribir que había que derruir de una vez para siempre todas las naves que afean el cauce del río Cuerpo de Hombre, porque con esa imagen de ruina y abandono no conseguiríamos atraer el turismo. Ah, el turista, becerro de oro... Puede que alguna vez, efectivamente, no quede ni rastro de lo que una vez fue el mayor centro textil lanero del oeste de España. En ello estamos, a lo que parece, chimenea más o chimenea menos, con el mismo énfasis modernizador con que la burguesía textil bejarana decimonónica se encargó de acabar con todo rastro de lo que fuera un Béjar barroco o neoclásico. Supongo, en mi resignación, que tal vez el asunto tenga que ver con el alma autolesiva bejarana. Durante décadas oí a mis paisanos alardear del abolengo que nos daba el carácter industrial de mi Béjar, tan orgullosa de si misma y su hecho diferencial textil; ahora, enflaquecido el ánimo, parece que nos da vergüenza conservar sus despojos. La modernidad, la maldita modernidad.
Quizás haya, entre los lectores, quien caiga en la cuenta de la semejanza volumétrica entre un miliario y una chimenea. Ambos ingenios parecen provenir del mismo empeño en plantar en la tierra signos que se elevan al cielo, cilíndricos, majestuosos, reclamos cambiantes de la identidad permanente. Les diferencian los dos mil años de distancia y la imposibilidad de la convivencia: cuando uno viene, otro se va. Un hado fatuo ha tirado los dados y hemos vuelto a perder: tenemos el miliario, pero hemos perdido una chimenea de más o de menos, qué más da. La destrucción de nosotros mismos continua.
Alguna vez, algún día, no nos reconoceremos en quienes fuimos, porque no quedará espejo en que mirarnos.
[Publicado en El Norte de Castilla el 6 de marzo de 2006]

Mártires de la Libertad

Permítanme que principie mis palabras agradeciendo la deferencia que ha tenido el señor alcalde al pedirme que en una ocasión como ésta me dirija a todos ustedes, a todos los bejaranos que, por estar aquí, en este acto, resultan para mí el núcleo duro, el corazón de la bejaranidad, de los que sienten la raíz de nuestra identidad: probablemente no hay ningún otro acontecimiento histórico tan bejarano como éste y estar aquí —por lo tanto— es una prueba de amor a Béjar. Gracias, pues, señor alcalde, por ofrecerme y permitirme pronunciar estas palabras. Y gracias, pues, también, a todos ustedes, por acudir a este acto y refrendar con su presencia el debido tributo a la memoria de quienes se comprometieron con una idea que las generaciones que nos han antecedido han perpetuado y que nosotros mismos debemos comprometernos a acatar y cumplir para transmitírsela a nuestros sucesores: me estoy refiriendo, por supuesto, al compromiso de Béjar con el valor universal de la Libertad.
Hace ahora dos años leí con estupor en alguna parte que esta fiesta “se resistía a morir”. Confieso que sentí indignación por el tratamiento que se le daba a la noticia, que no era otra que la reseña de los mismos actos que hoy volvemos a llevar a cabo. Me dio la impresión, al leer aquel titular y el texto que le acompañaba, que alguna pérdida importante estaba teniendo lugar en el patrimonio emocional de los bejaranos cuando se llegaba a afirmar una cosa semejante. Por una parte, me pareció fuera de lugar que se considerase una fiesta algo que en su razón de ser no es tal, puesto que no considero fiesta rendir homenaje a los 31 bejaranos asesinados en aquella cruenta jornada. La ligereza en el uso de las palabras me dio a entender que en el subconsciente colectivo bejarano se estaba debilitando el sentido riguroso de lo que hoy conmemoramos. Por otra parte, que el redactor llegara a afirmar que tal memoria “se resistía a morir” me sublevó contra la dejación y el desinterés al que los responsables máximos de su pervivencia la estaban dejando. Probablemente se estaba incitando, una vez más, a que los bejaranos nos olvidemos de nuestro pasado cuando ese pasado no concuerda con los intereses de la realidad plana y uniforme, sin sentimientos propios, con la que parece más fácil y mejor gobernarnos.
Siento una profunda alegría de que ahora esta nueva Corporación Municipal haya decidido de forma inmediata enderezar el derrotero que pretendía conducir hacia el huerto del olvido un hecho de nuestra historia y nuestra identidad que muchos bejaranos, ya que no todos, tenemos labrado en la piedra del frontispicio de nuestro hogar bejarano. Me siento obligado a aplaudir y felicitar esta iniciativa renovada no sólo de dotar de mejor brío a este homenaje, sino de iniciar hoy una recuperación de esta joya de la corona bejarana con un planteamiento más actualizado, con mi confianza y mi deseo de que en los años venideros vaya a más y, sobre todo, alcance una participación ciudadana que devuelva a su lugar de honor el respeto a nuestras tradiciones, máxime cuando esa tradición lo único que hace es ensalzar la Libertad, uno de los valores que la Revolución Francesa conquistó para la Humanidad y con ello cambió para siempre la presencia del ser humano sobre la faz de la Tierra.
Durante 138 años, desde 1869, la ciudad de Béjar, encabezada por sus autoridades, ha rendido —mediante una procesión cívica y un acto religioso en el cementerio— el tributo de respeto a los muertos de aquella jornada del 28 de septiembre de 1868. Es una memoria a la que no se debe de renunciar, pero aprovecho esta ocasión en que se me permite dirigirme a todos los bejaranos para reclamar a nuestras actuales y nuestras futuras autoridades que rescaten del olvido no sólo a los muertos de aquellos sucesos, sino también a los vivos que hicieron posible aquel día excepcional de nuestra historia. Pido a las autoridades bejaranas de hoy y de mañana que promuevan no sólo el ejemplo de quienes fueron desdichados y perdieron la vida, sino que con ellos se recuerde también —porque ellos sí parecen estar al otro lado del río Leteo— a quienes en aquel día fueron en busca del idealismo de un mundo mejor, de una forma desinteresada y temeraria, y consiguieron llevar a la sociedad española, no sólo a la bejarana, a un espacio de vida más ancho y más digno. Pido a las autoridades bejaranas que levanten ante nosotros no el monumento de la muerte, sino el de la vida. Lo que se conquistó en aquella sangrienta jornada no fue la muerte, sino la vida. Lo que se conquistó en Béjar en aquella heroica jornada no fue una derrota más del ser humano, sino un trozo de libertad mayor que el que había. Un paso adelante sin el que hoy no seríamos quienes somos.
Me cabe la sospecha de que, aunque están en los libros escritos por algunos bejaranos, y a pesar de que esta ceremonia se repite todos los años, no son muy conocidos entre nosotros los detalles de los hechos bélicos por los que esta ciudad ganó el título de “Heroica”, no son conocidos más que superficialmente los hechos militares que culminaron en el ataque de las tropas del brigadier Nanneti para rendir a la milicia bejarana en un combate desigual entre un ejército de 1.500 soldados y los 300 milicianos locales, la mayoría de ellos jóvenes de entre 18 y 20 años, que en cuestión de horas se organizaron para defender la ciudad. Bueno será que los rememoremos aquí, en esta Puerta de la Villa que fue epicentro de todo lo ocurrido. Bueno será que lo recordemos sobre el mismo lugar donde sucedió. Bueno será que lo recordemos aquí mismo seguramente por primera vez desde entonces, pero ojalá que sea sólo el principio de un recuerdo permanente y leal a nuestros Mártires de la Libertad.
Con anterioridad, a lo largo del siglo XIX, había habido en España varios alzamientos revolucionarios, pero el que verdaderamente triunfó fue el que tuvo lugar en aquella Revolución de Septiembre, que ha pasado a la historia con el nombre de “La Gloriosa”, y de la que Béjar fue protagonista principal.
El lunes 21 de septiembre de 1868 se había sublevado la Marina en la bahía de Cádiz. Al día siguiente se constituyó en Béjar una Junta Revolucionaria que se hizo con el poder en la ciudad y se levantó contra el Gobierno. Ese mismo día, martes 22 de septiembre, había partido para Valladolid el cuerpo del ejército que estaba alojado en el palacio ducal desde el año anterior, cuando ya los bejaranos habían hecho otro intento de alzamiento. Al tener noticia de que los bejaranos se habían levantado en armas, los mandos militares ordenaron el inmediato regresó y aquel ejército se concentró en Sorihuela, junto con otras tropas venidas de Salamanca y Madrid. Lo que siguió a aquello fueron “seis crueles días de silencio”, como diría después la propia Junta Revolucionaria, porque ellos esperaban que al unísono hubiera otros y suficientes levantamientos en toda España, pero Béjar se quedó completamente sola en su ideal durante seis días. Nadie más se levantó.
Fueron seis días de asedio que culminaron el 28 de septiembre. Era lunes y se celebraba en Béjar la tradicional feria, por lo que se hallaban en la ciudad numerosos forasteros venidos de la comarca: feriantes, ganaderos, comerciantes... La milicia voluntaria había levantado en esos días de asedio tres barricadas para intentar impedir, llegado el caso, el acceso de las tropas al interior de la ciudad: una estaba en la Solana, otra en Campopardo y la tercera aquí, en la Puerta de la Villa, la puerta principal de la vieja muralla, que luego desapareció años después devorada por el progreso y la modernidad, de la que podemos recordar cómo era y cómo estaba precisamente ese día, ese 28 de septiembre, por una histórica fotografía que se ha conservado: en ella, el vano del arco estaba cegado con troncos de árboles y un carro sobre el que se había apostado un cañón que había fabricado un joven herrero con un tubo traído de alguna fábrica; tras ellos, y también sobre el adarve, levantan sus brazos y sus armas los jóvenes milicianos. De igual manera conservamos de ese día otra fotografía de cómo estaban las cosas en Campopardo; y alguna más se conserva en la que se puede apreciar el Puente Viejo hacia el mediodía o el atardecer de ese día. Puede que sean las fotografías más antiguas que se conservan de Béjar, las primeras que se hicieron aquí, y en ellas, a diferencia de lo que seguramente ocurra en otras ciudades, no se pueden contemplar fábricas o monumentos o hermosos paisajes: muy al contrario, y muy en sintonía con nuestro carácter, son el testimonio de los rostros de un puñado de voluntarios en aquel momento exacto en que el pueblo de Béjar por primera vez era protagonista de su propia Historia, el momento en que los bejaranos estábamos rompiendo nuestra Historia en dos. Como bien ha señalado el llorado José Luis Majada, hasta allí llegó un trasnochado y atenazador feudalismo que había durado en Béjar cuatrocientos años más de lo debido; de allí en adelante, aquellos hombres comenzaron la penosa conquista de la libertad que nos ha traído a nuestros días, con tropiezos y retrocesos, pero con tesón también para recuperarla.
Aquel 28 de septiembre, a primera hora de la mañana, el brigadier Nanneti, después de seis días de asedio, conminó a la ciudad a rendirse. No lo hizo. Desde sus posiciones en lo que actualmente es el cementerio de San Miguel, el ejército bombardeó la ciudad. Aguantó. Las tropas avanzaron por el Puente Nuevo y por el Puente Viejo. Las mujeres bejaranas, subidas en los tejados, les tiraban piedras, el único arma de que disponían. Algunos soldados saquearon las viviendas de esa calle que acabamos de remontar, la calle Libertad, pero no consiguieron en ningún momento alcanzar esta barricada de la Puerta de Ávila. A media tarde, el ejército se retiró, con el ánimo de volver al asalto a la mañana siguiente. No hubo lugar a que tal pasara. Amanecido el 29 de septiembre, la noticia de lo que había ocurrido en Béjar llegó a Madrid, que por fin se sublevó y un día más tarde, el miércoles 30 de septiembre, la reina Isabel II salía para el exilio en París. Siete semanas después el Gobierno concedió a Béjar los títulos de “Heroica” y “Liberal”, y aprobaba el sufragio universal por primera vez en España. Al año siguiente las Cortes aprobaron una nueva Constitución.
Aquella Revolución de Septiembre tuvo en Cádiz y Alcolea un signo militar, pero en Béjar el tinte fue netamente popular. Fue el pueblo de Béjar el que por las bravas y soñador de un mundo mejor se organizó para reclamar un ideal que en toda Europa se estaban conquistando y que en España se resistía: la Libertad. De aquel pueblo salieron los nombres que en su mayoría permanecen anónimos y a los que yo hoy reivindico, porque en ellos se cifró, como ya dije antes, el triunfo de la vida. Me estoy refiriendo a Víctor Gorzo, aquel joven herrero que de la nada fundió unos cañones semejantes a los que están reproducidos junto al Puente Viejo; me estoy refiriendo a un polaco exiliado en Béjar, José Fronski, que organizó la estrategia de defensa de la ciudad; me estoy refiriendo a Aniano Gómez, un fabricante textil comprometido con los avances del liberalismo y que también él, a la inversa que Fronski, tuvo que salir exiliado en más de una ocasión fuera de nuestro país; me estoy refiriendo a Domingo Guijo, músico y tabernero de alta estima en la ciudad; me estoy refiriendo a Vicente Valle, un obrero textil pionero en la defensa de los derechos de los trabajadores; me estoy refiriendo a Primo Comendador, farmacéutico, periodista, maestro; me estoy refiriendo a Nicomedes Martín Mateos, probablemente el único cuyo nombre nos es conocido a todos, pero no más importante que Vicente Ferrer Vidal, Anastasio Redondo, Ramón Soler, Cristóbal Anaya, Felipe Agero o Juan Díaz, por citar tan sólo a algunos de aquellos bejaranos de toda clase y condición que compartieron codo con codo el sueño de la razón y el triunfo de la vida. Rindamos tributo con este recordatorio a quienes perdieron la vida de forma inocente en aquella jornada, pero rindámoselo también a quienes se la jugaron para poner en pie el bien supremo de la Libertad y lo consiguieron. Ganaron la Libertad, pero ese es un valor humano que no se conquista de una vez y para siempre, como la Historia de nuestro país trágicamente después nos ha enseñado. Hay que pelearlo cada día, porque sólo cuando nos falta entendemos de verdad lo que significa. Ellos lo sabían. Ellos nos enseñaron. Somos sus descendientes y herederos. Nunca deberíamos olvidarlo. Muchas gracias.

¡Viva Béjar! ¡Viva la libertad!
[Leído en el Homenaje a los Mártires de la Libertad, 28 de septiembre de 2007]

Jesús Izcaray

Jesús Izcaray nació en Béjar en 1908 y murió en Madrid en 1980. Periodista de profesión y comunista de convicción, sus reportajes sobre la defensa de Madrid, en colaboración con Clemente Cimorra y Mariano Perla, le valieron el Premio Nacional de Literatura en 1938. Con treinta años recién cumplidos, en febrero de 1938 cruzó la frontera con Francia e inició un largo exilio de casi cuarenta años, en el que escribió toda su obra narrativa.
En los años de la Transición, después de su regreso en 1976, se imprimieron por primera vez en nuestro país algunas de sus novelas. Así, la primera que vio la luz fue Las ruinas de la muralla, en 1977 en la editorial Albia de Bilbao. Ese mismo año, la madrileña Akal publicaría Madame García tras los cristales, y al año siguiente saldrían en el mismo catálogo Cuando estallaron los volcanes y Un muchacho en la Puerta del Sol. Todavía a mediados de la década de los ochenta pude conseguir alguna de ellas, pero después desaparecieron del mercado y con ello toda posibilidad de poder leer a Izcaray. No era el primer caso de escritor bejarano del que todos conocemos su aproximación a la literatura sin que en realidad podamos llegar a leer sus obras. Sin ir más lejos —aunque no sea el único, sí es el más significativo—, nada podemos leer de Nicomedes Martín Mateos, salvo los afortunados que pudimos hacernos con un ejemplar de aquella edición no venal que incluía una selección de textos que publicó el benemérito Casino Obrero con motivo del centenario de su fallecimiento.
Jesús Izcaray llevaría el mismo camino hacia el olvido si no fuera por el tesón de una de las más lúcidas investigadoras que tenemos en los pagos bejaranos. Me refiero a Pepita Báez, que lleva toda una vida entregada a rescatar de la ciénaga de la desmemoria la presencia y la palabra del que sin duda fue el más importante escritor de ficción que tuvo la literatura bejarana a mediados del siglo XX. Ya en 1992 le dedicó una fundamental monografía bajo el título de La obra literaria de Jesús Izcaray, resultado de una tesis doctoral dirigida por Víctor García de la Concha, que fue premiada con el “Villar y Macías” del Centro de Estudios Salmantinos, que luego la editó. Un libro imprescindible para quien quiera saber quién fue, humana y literariamente, Jesús Izcaray.
El coraje de Pepita Báez, auténtica albacea literaria de nuestro escritor exiliado, ha seguido dando frutos después de aquel acercamiento intenso a su obra. El redescubrimiento de este narrador poco menos que maldito durante tantos años, como casi todos los del exilio, a través de la monografía premiada por el Centro de Estudios Salmantinos, encontró la colaboración de la noble institución salmantina que es la Librería Cervantes, que se ha empeñado en rescatar las obras de Izcaray que todavía nos eran desconocidas a los lectores españoles y bejaranos.
Así, en 2000 ya hizo una primera edición en España, con una introducción de Pepita Báez, de la colección de cuentos Noche adelante, que había sido publicada originariamente en México en 1962. Ahora el milagro que agradecemos los lectores ha vuelto a mover a Librería Cervantes a poner a nuestro alcance la primera y nunca leída novela de Izcaray, La hondonada, publicada en 1961 también en México, pero inencontrable en los anaqueles españoles. Había sido escrita nueve años antes, entre noviembre de 1951 y octubre de 1952, en su exilio parisino. En los años inmediatamente posteriores fue traducida al francés, al húngaro y al holandés. De nuevo Pepita Báez vuelve a hacerse cargo de un prólogo en el que nos recuerda la deuda que tenemos con la escritura del exilio, y en concreto con Izcaray.
La novela, un fragmento de la vida de los más castigados por la penuria de los primeros años de la postguerra en Madrid, se deja leer de un tirón, en una estructura de breves escenas que dibujan un paisanaje entre la ruina y la esperanza, con recorridos que van desde el retrato costumbrista hasta un contenido pero redundante aliento de énfasis en la resistencia social a la dictadura, propio de la escritura social de un narrador comprometido con una utopía. Entre ello, lo mejor quizá sea el intento de penetrar en las entrañas de ese personaje coral que son mujeres, hombres, niños y viejos abandonados por la derrota en un barranco de la periferia madrileña, pero inmersos en el sueño de una vida mejor.
Dentro de la riquísima literatura bejarana del siglo pasado, Jesús Izcaray es uno de los pocos casos en que la imaginación voló más allá de los castañares para crear una ficción enraizada en el gran espíritu de la humanidad conflictiva que le tocó vivir. A quienes tenemos eso en carestía, nos resulta reconfortante el empeño idealista, parejo al del propio Izcaray, de complicarse la vida editando un libro como éste, afán impagable de Librería Cervantes, tan bejarana como salmantina, y de Pepita Báez, tan bejarana como insustituible.

[Publicado en Béjar en Madrid el 15 de octubre de 2004]

jueves, 19 de marzo de 2009

José de Frutos, doctor bexariense

Aquellas veladas invernales formaron parte no sólo de mi educación sentimental, sino que fueron mi iniciación en la bejaranidad que todos aquellos comensales representaban para mí y para cualquiera que alguna vez intente una interpretación del sentimiento bejaranista. Volviendo la vista atrás, poniendo hitos en mi formación, he de considerar sin duda aquellas cenas como la primera ocasión en la que se me trató como adulto en el ámbito social. Tenía por entonces este semanario la costumbre de agasajar a sus habituales colaboradores con una reunión en torno a un calderillo en el restaurante Cubino de la plaza Mayor, algún sábado hacia finales de enero, con la excusa de celebrar al patrón de los periodistas, san Juan Bosco, tan bejarano también él por otros motivos. En aquellas cenas, en las que participaba quizá una docena de personas, pude por primera vez departir con gentes no sólo amantes del periodismo, sino significadamente amantes de Béjar, que mantenían a través de este semanario un diálogo con la ciudadanía que no tenía, por aquel entonces, muchos cauces de expresión. Eran, quizás, coletazos finales de la extinta Tertulia Literaria Bejarana, aquella que unos años antes intentaba ensanchar los límites de la sociedad bejarana. Alguna vez que he vuelto a mirar la única fotografía que he tenido en mis manos de aquel grupo bejarano, del que mi abuelo formaba parte, precisamente la figura de Pepe, allí de pie al fondo, se me identificaba como una de las más jóvenes de aquella generación en la que casi todos escribían. Lástima que luego, en aquellas veladas de calderillo nocturno, nadie nos tomara una fotografía alguna vez que permitiera testimoniar la presencia de un adolescente melenudo y risueño entre las graves voces de quienes atesoraban una bejaranía que yo anhelaba, cuando Pepe ya era maestro de periodistas bejaranos.
Hace treinta años de aquel recuerdo de hospitalidad con que Juan Luis, Ángel y Pepe me abrieron puertas que nunca se han cerrado. A mí me mataban las ganas de escribir, que es una forma solapada de decir que me mataban las ganas de publicar lo que ya escribía. En el verano de 1975 Pepe nos permitió a Antonio Egido y a mí publicar unas entrevistas infumables con artistas que vinieron a actuar en verbenas en la piscina municipal. Luego, durante largos años, todos aquellos de la Transición, aquella casa de huéspedes me permitió ocupar una habitación con vistas al Castañar cuyas paredes dejé emborronadas con todo lo que se me ocurría, de los asuntos más dispares y con el lenguaje propio de aquella edad y de aquel momento. Los sábados me acercaba al despacho de Pepe y le dejaba las cuartillas. A cambio, él me daba algún consejo. Nunca un reproche. Nunca un no. Si alguna temporada no me veía por su despacho, a la siguiente me venía siempre con la misma cantilena: “Yuyo, que la pluma se oxida si no se moja en la tinta”. Yuyo fue uno de los muchos pseudónimos que utilicé en mis artículos. Y Yuyo me ha seguido llamando hasta la última vez que hablé con él.
A lo largo de estas décadas he visto cómo las firmas de los colaboradores se iban renovando al tiempo que otras desaparecíamos. Cada vez que en estos años he visto sangre nueva en las páginas del semanario, no he podido dejar de sonreír al comprobar que Pepe seguía dando la oportunidad a cándidos aprendices que se morían de ganas de escribir como una vez yo lo hice. Ideológicamente, en la visión de Béjar, estábamos en las antípodas, por no decir en planetas distintos, pero nos unía ese nudo en el que se enredan los amantes del periodismo, de la letra impresa, de la tipografía. Sin aquellos centenares de páginas que Pepe me publicó en este semanario, seguramente hoy serían más torpes mis adjetivos, cincelados bajo su magisterio y su amistad.
Ahora que todos vamos a dejar de fumar, nos quedamos también sin Pepe. Este mundo está cada vez peor.
Allá donde estés, Pepe, algún rapaz con una gramática en flor agradecerá cualquier consejo que se le pueda dar. No dejes de hacerlo.

[Publicado en Béjar en Madrid el 6 de enero de 2006]

La bejaranidad de Ruperto Fraile



Sostiene Ruperto Fraile que él y yo nos conocimos una Nochevieja de dimensiones inenarrables que debimos de pasar juntos en la cafetería Brasilia de la calle Mansilla, hace de ello veintitantos años, no sé exactamente la fecha. En realidad, confieso que ése es uno de esos recuerdos impuestos que de tantas veces que te los han relatado y vuelto a relatar acabas por no tener duda alguna de que fueron exactamente como te lo repiten una y otra vez, pero que el don de la ebriedad de una noche de tales características hizo en su momento que no me acuerde de nada de lo que debió de ser una noche inolvidable, a tenor de lo bien que me dice él que nos lo pasamos y las risas que compartimos. Debió de ser así, si Ruperto lo sostiene, porque durante veintitantos años desde aquella mítica fecha nunca he dejado de pasármelo bien y de compartir con él algunas de las mejores risas que me han sucedido en Béjar.
Lo cierto es que, pese a su prodigiosa cabeza y su memoria fidedigna, y mal que le pese, entre mis recuerdos sigue apareciendo tenazmente, no sé si venido de otra vida, el recuerdo de una noche de enero de aquéllas en las que, en los ya tan lejanos años setenta, y en fecha anterior a la celebérrima Nochevieja que Ruperto tiene como un hito en nuestras vidas, este centenario semanario nos invitaba a cenar en el restaurante Cubino a los colaboradores más habituales de sus páginas, en unas reuniones de calderillo por medio que para mí fueron de formación bejaranista y humanista, quizá por ser el más pardillo y novato entre aquellos bejaranos que para mí eran maestros y referencias de la bejaranidad.
Una de aquellas noches de enero y tertulia, decía, me tocó en suerte que a mi vera se sentara este remedo de Picasso que, ajeno al repaso que los comensales seguramente le estaban dando a la bejaranía, se dedicó toda la noche a contarme chascarrillos, anécdotas, bromas y otros asuntos que la cortesía y la decencia no me permiten reproducir ahora, pero que me mataron de risa.
Y de aquellos lodos, los que él no recuerda y luego más tarde los que yo no recuerdo, vinieron los barros que durante dos décadas largas han mantenido entre nosotros la amistad, por su parte, y la reverencia al maestro en bejaranidad por la mía.
Fui testigo directo y cómplice de sus tres libros publicados que, en conjunto, me parecen (y creo haber leído bastante sobre el asunto) el mejor testimonio, sin parangón, de lo que ha sido la vida cotidiana de los bejaranos a través de un siglo tan largo y conflictivo como el XX, del que él ha sido testamentario y protagonista en la primera línea del acontecer de nuestra ciudad. Alguna vez los historiadores locales echarán mano de esas páginas y comprobarán que gracias a su escritura se podrá saber cómo éramos los bejaranos de a pie de manera mejor que los de ningún otro siglo anterior.
Tengo serias dudas sobre quién es el bejarano más universal, dada la precariedad con la que todavía conocemos nuestro propio pasado ―el anterior a Mateo Hernández―. Pero hasta donde me alcanza la vista y el conocimiento, con la modestia de estas líneas quiero dejar evidencia en la hemeroteca de este semanario de mi opinión sobre quién ha sido el bejarano más local, más allá de éxitos profesionales y mediáticos, del siglo que acaba de vencer ha poco. Los clásicos solían y sabían distinguir ―cosa que hemos perdido en esta modernidad de banalidades― entre fama y popularidad, entre el noble sentimiento del magisterio respetado y la efímera vacuidad de la notoriedad momentánea.
Vaya mi brindis y salutación por el ejemplo de fama y bejaranidad radiante y ejemplificante que es Ruperto Fraile, que en este febrero cumple años esbeltos y envidiados varado en esa mesa para siempre suya en el rincón del bar Sol desde la que nos contempla cada tarde como si fuéramos su obra inacabada, como un Pessoa del Café do Brasil o un Torrente Ballester del Novelty, pero afortunadamente lleno de vida y afecto.
Maestro, salud.

[Publicado en Béjar en Madrid el 18 de febrero de 2005]

domingo, 15 de marzo de 2009

Si castañas o arrope oviéredes menester...

I

Por los primeros días de septiembre, todos los años mi padre aparecía en casa con un ejemplar de la Revista que la Cámara de Comercio e Industria editaba y sigue editando con motivo de las fiestas y ferias bejaranas que ponen el cierre al verano. Era y es una publicación sin denominación clara, a la que sin embargo todos reconocemos y esperamos por los días de las vísperas de la Virgen del Castañar. Con la excusa de dar a conocer la programación religiosa y municipal para los días festivos, en el fondo siempre ha sido y es una guía comercial bejarana, que en el transcurso de los años y repasándola me ha servido para comprobar el ciclo vital del comercio local y la renovación de las viñetas gráficas de los anunciantes. Como complemento extraordinario, y que le da un valor allende la perentoriedad efímera de verbenas y mercados de los días inmediatos, desde que la conozco siempre tuvo el hallazgo de incluir distintos trabajos de orden literario, histórico, fotográfico o divulgador de las cosas bejaranas.
No recuerdo el año exacto y el ejemplar de marras no lo tengo a mano, pero debió de ser hacia los primeros años de la década de los setenta. Quizá yo estaba acabando el viejo bachillerato elemental y andaba despertando a la vida. Aquel ejemplar de la Revista de la Cámara de Comercio e Industria que mi padre dejó encima de la mesa traía lo mismo de siempre, pero hubo un trabajito que apenas ocupaba una página y media y cuyo título rezaba “Un bejarano en la corte del emperador Carlos I”. No sé qué fuerza interior me pudo llevar a leerlo, porque son tantos los trabajitos de esa clase en ese tipo de publicaciones sobre los que simplemente se pasa la vista por encima, que aquél, indubitablemente, en aquella edad mía, debería haber tenido el mismo destino. Pero no sólo lo leí, sino que todavía lo conservo, desgajado del ejemplar perdido de la revista en el que el azar me lo puso al alcance.
El articulito llevaba al pie de la primera página un anuncio de “Cervezas El Gavilán”; a la vuelta, uno de página entera de la fábrica de hilados de Fernando Moretón Puig; y se cerraba, tras la firma, con una fotografía de Requena del patio del palacio ducal y, de nuevo al faldón, otro anuncio de “Perfumerías Anros”.
No sé qué pudo pasar aquel verano, qué asignatura se me atravesó en los calores, qué libro pude leer, a qué locura de amor pude sucumbir en alguna película de la rancia televisión de entonces, pero lo inevitable ocurrió: ¿quién sería ese bejarano que estuvo en la corte del emperador Carlos I? La breve lectura de aquel aparentemente inocuo articulito sin lugar a dudas fue uno de esos fogonazos que le cambian la vida a uno.
Bajo la forma de un ficticio diálogo con unos supuestos bejaranos que le visitaban en Madrid, el autor nos daba cuenta de un personaje curioso, al que tildaba también de bejarano, aunque reconocía que era navarro, y que había sido sastre remendón en nuestra villa, para luego llegar nada menos que bufón del mismísimo emperador. En aquella paginita y media se repetía todo lo que hasta entonces se sabía de don Francés de Zúñiga, que tal era el bufón, al que hoy todos con un afecto desmesurado llamamos Francesillo de Zúñiga. El autor afirmaba que aquel personaje había escrito “una obra llena de agudezas, divertida, burlesca y mordaz”, que estaba publicada en la Biblioteca de Autores Españoles de Rivadeneira. Quién sabe si fue esa frase, o los pocos avatares de su vida que se contaban, los que me atraparon. En aquella pubertad mía, de colegio, no tenía ni idea de quién era ese Francesillo de Zúñiga, ni qué era la Biblioteca de Autores Españoles, ni tenía quizá una noción exacta de lo que era un bufón, pero aquellos cuatro datos, aquella simpatía que despertaba el articulito hacia el personaje, se me quedaron grabados. Nunca lo olvidé.
Quizá diez o doce años después, cuando yo estaba en el último curso de los estudios en la universidad, me encontré con una edición —preparada por la hispanista norteamericana Diane Pamp— de aquel libro: Crónica burlesca del emperador Carlos V, de Francesillo de Zúñiga. Aquel recuerdo latente del articulito leído en la pubertad despertó de repente y me enfebreció. Me recuerdo en un piso gélido en Salamanca, el día que volví de la librería y del envoltorio salió aquel ejemplar que me puse a leer sin más dilación. Estuve sin acudir a la facultad durante dos o tres semanas, leyendo y leyendo día y noche, una y otra vez, el duro texto del bufón, del que apenas entendía nada, pero ya no había vuelta atrás en aquel encuentro: cuando regresé a la facultad, me fui directamente a buscar a la única persona que me podía salvar de aquella enfermedad textual en la que había caído: el profesor Víctor García de la Concha aceptó dirigirme una Tesis de Licenciatura sobre aquel endiablado libro al que la historia de la literatura, por una parte, y la historia bejarana, por otra, apenas habían prestado atención.
Durante dos años no levanté la cabeza de aquel texto, hasta sacarle las entrañas, hasta saber lo que decía en realidad en todos aquellos oscuros pasajes y personajes en los que había un misterio que el tiempo había ennegrecido y que se fueron desvelando poco a poco, reconstruyéndose y convirtiéndose a mis ojos en el hermoso libro que efectivamente era.
Cuando terminé y leí la Tesis de Licenciatura, la más íntima satisfacción personal se alzó sobre las dudas de los escasos investigadores que se habían interesado por la obra de don Francés de Zúñiga: no era navarro, sino bejarano por los cuatro costados. Un ignoto bejarano. Todavía hoy lo es. Pero creí zanjado mi desasosiego interior con aquella investigación.
Aquel mismo verano de 1984 en que creí haberme desprendido para siempre del bufón imperial, como un alma en pena volvió a subirse a mis costillas. Aquella hispanista norteamericana cuya edición de la Crónica burlesca me abrió las puertas de la curiosidad que tanto tiempo había estado dormida en mí, estaba circunstancialmente residiendo en Salamanca con su marido, el profesor Juan Bautista de Avalle-Arce, así que por recomendación de su colega García de la Concha me pasé a saludarlos en su domicilio y hacerle saber de mi recién leída tesina. Fue otro día desdichado, como aquel en que leí el articulito de la Revista de la Cámara de Comercio de Industria. Al entregarle un ejemplar de mi trabajo, el primer comentario fue demoledor: “Francesillo de Zúñiga es labor para toda una vida”. No me cabía en la cabeza el comentario. Creía que todo lo que se podía decir de un librito de apenas ciento y pico páginas ya lo acababa de decir en mi recién terminada investigación, pero para algo los sabios son sabios y los imberbes somos imberbes. Fue como una maldición: no te librarás nunca de él. Bien lo saben los que me estén leyendo y alguna vez entraron por descuido a curiosear en un tema de investigación: jamás se sale de esos laberintos. Pasé los cinco años siguientes preparando una nueva edición de la Crónica burlesca, escribiendo artículos y participando en seminarios donde el bufón bejarano, lejos de Béjar y sin que en Béjar jamás se preocuparan por él, seguía creciendo y creciendo, hasta convertirse no en ese “pequeñajo estevado” por el que se le tiene en su tierra, sino en un gigante universal de un genero literario: su Crónica está considerada como el mejor jest-book de la literatura europea.
Todavía hoy, treinta años después de la lectura al vuelo de aquel articulito veraniego, sigo dándole vueltas a don Francés de Zúñiga, escribiendo sobre él, hurgando en archivos y bibliotecas, descubriendo incluso textos inéditos de él, llevando a cuestas la maldición de haberlo mirado una vez a los ojos y ya no poder olvidar nunca esa mirada. Aquel articulito, ante el que hoy todavía me siento indefenso cuando lo miro y reflexiono sobre lo que ha significado en mi vida, lo escribió Florentino Hernández Girbal.
Tardé más años en saber quién era Florentino que don Francés. En los tiempos de estudiante en la universidad, cuando definitivamente me dejé devorar por los libros, fue cuando comencé a desviarme del raíl de los textos obligatorios y me preocupé de que a mi biblioteca llegaran, por el portazgo abierto por don Francés de Zúñiga, todos los volúmenes que pudiera allegar que hubieran sido escritos por bejaranos. Y así fueron llegando los primeros tomos de biografías escritas por Florentino. Y con el tiempo comencé a saber de su vida, tan literaria como la del propio Francesillo al que él me había conducido. Todavía conservo la tarjetita de visita que me entregó la única vez que hablé con él, el día en que se le hizo el merecido pero escaso homenaje que se le tributó en nuestra ciudad a finales de los años ochenta. En aquella breve conversación junto a la chimenea del hotel Colón le pormenoricé lo que acabo de contar más arriba, con una sonrisa cómplice por su parte. No recuerdo ninguna frase lapidaria suya en nuestra conversación, pero sí aquella sonrisa que seguramente a él le estaba llevando a rememorar el día en que algún azar funesto le enredó, como a mí, en los malditos libros.



II

Estaba empeñado en demostrar que Francesillo de Zúñiga era bejarano. Había dejado todos mis bártulos en Salamanca y me había venido a Béjar dispuesto a morir en el empeño. No podía ser que, después de emborronar páginas y páginas y plantearme hipótesis y deducciones, la suerte me dejara varado en una casa natal navarra que de ninguna forma cumplía mis propósitos. Tenía que haber algún rastro en alguna parte que documentara que aquel personaje disparatado no había vivido casualmente en nuestra villa, sino que su personalidad se había formado aquí. Era joven y tenía tiempo. Me dejé las pestañas desatando legajos en los archivos parroquiales, en el municipal, me volví al histórico provincial, me fui a Simancas y al nacional en Madrid... Me leí de cabo a rabo la colección completa del Béjar en Madrid, los libros históricos de Juan Muñoz García, qué sé yo, disparaba sin ton ni son contra cualquier libro o papel que pudiera tener escondida en una nota a pie de página una referencia que me condujera a la verdad. Me tenía fuera de mí ese “Navarredonda” que citaba el bufón en dos de sus cartas, que no podía ser el que don Gonzalo Menéndez Pidal y otros situaban en la provincia de Ávila, porque ni siquiera se habían preocupado de mirar bien el mapa de España, y no sabían que había otro Navarredonda en la provincia de Salamanca... pero tampoco me convencía, no podía ser, estaba muy lejos de Béjar. Además, en la misma carta que se citaba el pueblecito se mencionaba la “Puerta del Pico” y ahí pasaba algo, tenía que haber algo más. Esos sinsabores y quimeras en los que nos metemos cuando nos empeñamos en la investigación. ¿Y cómo es que le matan en Béjar, si no vivía aquí? ¿Qué dicen los Libros de Defunciones de las parroquias? Si tuvo hijos y mi empeño es cierto, tienen que estar en los Libros de Bautismos bejaranos. Y si sirvió al duque, ¿no estará su nombre en alguna relación de sirvientes de la casa ducal? Iba como una peonza, dando vueltas y tumbándome a cada paso.
Uno de tantos pasajes oscuros de los que escribió me tenía intrigado porque estaba seguro de que ahí había un reflejo de la vida cotidiana bejarana; además, estaba en la misma carta que firmaba en “mi villa de Navarredonda”, que yo suponía no más que un trasunto de Béjar. Fue ahí donde me arrimé a la sombra del único sabio que en Béjar podía dirigir mis desvariados pasos hacia algún lugar antes de que me desbarrancase y lo mandase todo al infierno.
Era la víspera de la Nochebuena de 1983. Yo había estado durante un par de semanas destripando los legajos con letra del siglo XVI del archivo parroquial de la iglesia de Santa María. Era desesperante pasar una página y otra y otra y no encontrar nada. Peor aún: salían otras cosas que de pronto me intrigaban: ¿por qué pone tantas veces el párroco Ramírez de Arellano que éste y aquél son “hijos de moriscos” en las partidas de nacimiento? ¿Qué pasó con la comunidad morisca de Béjar? Céntrate, me decía, bastante tienes con la comunidad judía en la que estás persiguiendo el origen de tu bufón.
Aquella víspera había concertado por teléfono una cita con el sabio que me tenía que sacar del entuerto de aquel pasaje oscuro; estaba seguro de que él sabría decirme sobre las costumbres domésticas y los hábitos de los bejaranos del siglo XVI. Me había pedido que pasara por su casa a eso de las cinco de la tarde. Le hice la pregunta pertinente y pensé que algún comentario suyo, al vuelo, me podría servir para confirmar o desmentir mis dudas. Cuando eres joven y te acabas de envenenar con el prodigioso juego de la investigación, no sabes hasta dónde puede llegar alguien que hace años que se echó a perder por culpa de los archivos, los papeles ruinosos y las imprevisibles preguntas que te asaltan en el más íntimo silencio. Aquel sabio me aturulló. Reconozco que a ello contribuyó la botella de vinho verde portugués que abrió y nos trasquilamos entre parrafada y parrafada. Él hablaba y yo apenas tenía tiempo de asimilar —porque ni notas tomé— todo lo que me iba diciendo, en un torrente de ideas, pistas a seguir, consejos, desmentidos, casos que no venían al cuento, anécdotas, textos fundamentales y miradas profundas. Ya me había hecho eso otras veces. Por ejemplo en aquel viaje que hicimos juntos de Béjar a Salamanca, en su R5 amarillo, en el que con la excusa de la cubierta de su próximo libro, que llevaba al taller donde se imprimía a su costa, me repasó con pelos y señales la vida de cierto párroco de El Salvador, y lo que es más, cómo eran los bejaranos del siglo XVII. Yo leía todo lo que publicaba, incluso aquel mismo libro cuando salió, aun cuando ya me lo sabía de memoria. Una vez él había escrito sobre cierta visita de García Lorca a Béjar en la que las cosas no le fueron muy bien al granadino, pero le faltaba un dato fundamental para entender la razón de aquel traspiés de Federico en nuestra ciudad. Tiempo después mi amigo Antonio Egido y yo supimos por otra fuente aquel dato, y lo contamos en un artículo. Y el sabio nos contestó, con cierta incredulidad, desde el Béjar en Madrid, rematando con una mención en la que Antonio Egido y yo resultábamos ser “galgos o podencos del periodismo bejarano”, lo que siempre tuve por un elogio, aunque vaya usted a saber lo que realmente quería decir la críptica alusión. Nunca se lo quise preguntar en los años siguientes, no fuera a ser que.
Así que aquella víspera, que sigue vívida en mi recuerdo, regresé a casa con la cabeza caliente, con mi respuesta satisfecha pero otras mil preguntas dando brincos en las tapias de mi imaginación. Porque no sólo el pasaje que me tenía en un lodazal quedó como agua clara, sino que me fui armado de todo lo que un joven investigador interesado por las cosas bejaranas puede necesitar para echarse al camino y dejar de dar tumbos por los arcenes. Además de compartir aquella botella de vino portugués, compartió algo que ya fue para siempre mío: su sabiduría. Me fui de su casa cargado de direcciones, dónde mirar en el archivo de Osuna, dónde leer sobre los judíos bejaranos, me empapeló de fotocopias que tenía preparadas para mí (y que aún conservo, como si fueran vitelas) de artículos de Martín Lázaro, de Robustiano García Nieto, de índices del Béjar en Madrid, del libro de ofrenda a la Virgen del Castañar... Y de artículos suyos, claro. Y de todas las cosas que me dijo, las que acabaron fructificando en mi trabajo y las que fueron simplemente lección moral, la que se quedó retumbando en mis oídos fue, otra vez, como una maldición dicha a tiempo pero imposible de conjurar:

—Ten cuidado. Cuando te metes en la investigación, acabas viviendo más tiempo con los muertos que con los vivos.

En fin, a estas alturas supongo que los lectores ya habrán deducido que estoy hablando de José Luis Majada Neila. Por aquellas cosas de la vida, los azares, no fue profesor mío cuando por los mismos años él daba clases en el instituto Ramón Olleros Gregorio y yo fui alumno. Y por aquellas cosas de la vida, sin embargo, acabó siendo mi maestro.


Tanto Florentino Hernández Girbal como José Luis Majada Neila se cruzaron en mi camino y de forma involuntaria contribuyeron a que hoy, nel mezzo del camin di nostra vita, mire hacia atrás y compruebe que pusieron en mis manos el oro de la vida: los libros.
En carta para la emperatriz Isabel, esposa de Carlos V, escrita en Béjar hacia el otoño de 1529, don Francés de Zúñiga le decía con harta familiaridad y bejaranidad lo que yo también firmo y dirijo a la memoria de Florentino y José Luis, donde quiera que estén: «Si castañas o arrope oviéredes menester, enviad por ello, que luego lo enviaré...».
[publicado en Periodismo, cultura y educación en Béjar. Siglo XX, Béjar: Centro de Estudios Bejaranos, 2004]

sábado, 14 de marzo de 2009

Restos de la memoria


En el salón del domicilio en Florencia de un amigo exquisito me encontré colgado un marco ovalado, de talla barroca, en cuyo interior se contenía la nada, esto es, un simple terciopelo granate forrando la tablilla de fondo. Sobre él, un aplique dorado daba un foco de luz al espacio vacío de aquella ausencia. Ante el sorprendente hallazgo, le pregunté a qué inspiración se debía tan reservado óvalo iluminado. Me respondió que lo tenía colgado ahí desde hacía años, en espera de que apareciera la mujer de su vida, el amor eterno que no acababa de llegar nunca y cuyo rostro fuera digno de ocupar aquel altar del salón. Creo que todavía sigue el retrato en las mismas condiciones.
Cargué hace casi cuarenta años con la cruz de leer en estas mismas páginas un leve articulito de Florentino Hernández Girbal sobre un bufón bejarano que había servido en la corte del emperador Carlos V. En qué día lo leí. A veces uno se mete en laberintos con apenas una mirada, y nunca Ariadna acaba por atarnos un hilo al meñique, que nos guíe a alguna parte, aunque no sea a la salida, qué más da, pero que nos guía a un destino con meta. No fue mi fortuna. Algo después, sin olvido ni atenuante, pude leer por fin la crónica que escribiera el desdichado bufón y ahí me perdí para siempre, porque desde entonces no paré de perseguir su sombra en bibliotecas, archivos, pinacotecas y todo lo que se moviera, tuviera patas o alas, con tal de saber algo más del cronista burlón. Supe todo lo que pude de su vida, y lo puse en algunos libros y artículos, encontré el garabato de su letra y los lugares que pisó, supe de sus amigos y casi de sus enemigos, pero aún sigo absorto en la quimera de encontrar su rostro, que persigo de forma infructuosa desde hace años. No doy con él. Nunca nadie le retrató de forma oficial, como tuvieron la fortuna de serlo sus sucesores en el palacio real, de la mano del genio de Velázquez. Ya es mala suerte haber nacido antes de tiempo. Le busco, pues, a escondidas, todavía, en otros cuadros y grabados, en pinacotecas y exposiciones en las que se retratan escenas de corte o de fiesta, donde junto a los caballeros y damas que hicieron historia los bordes del lienzo se pueblan de sirvientes, criados, trinchantes, lacayos, negros, enanos, deformes, esclavos, mozos de ayuda, palafreneros, perros y ciervos, fieras y animales todos ellos sin nombre ni beneficio conocido, entre los que hurgo buscando las vestiduras y los gestos de un bufón que pueda pasar por aquel judío converso que se rió de una corte entera e hizo reír a una corte entera. No sé quién de ambos se lo pasó mejor. Pero su rostro se perdió en el naufragio de la historia y no soy capaz de dar con su barba, con su cintura, con el gesto de su boca, con la mano alzada o la mirada perdida, con la pose del derrotado que supo hacer virtud de su dignidad íntima. Sin fisonomía no somos nadie. Sin rostro, las palabras no tienen dónde agarrarse. A Cervantes hubo que inventarlo en un retrato cualquiera, ése con el que le conocemos, que de quién será en realidad, porque sin una mirada a la que ponerle nombre El Quijote se nos escapaba de las manos.
He vuelto a las andadas no hace mucho. Quise conocer la melena blanca de cierto personaje bejarano decimonónico del que apenas tenemos noticias, salvo un caballo con el que se paseaba por Béjar y algunas andanzas en tierras extranjeras. Lo he buscado en fotografías, en libros de retratos de la época, en archivos remotos, en internet, en páginas de periódicos en los que he hallado de todo, salvo ese rostro que me causa misterio y sin el que lo demás, su caballo y su conocida melena, se difuminan en la niebla. Tal vez algún día aparezca. Debe de haber un lugar al que van a parar los rostros de todos los que la historia enumera con letra pequeña, si acaso.
Hace ahora cosa de un año el pintor serrano Florencio Maíllo dio a la luz un libro, al cuidado del excelente editor que es Fabio Rodríguez de la Flor, bajo el título de Identidades. En él se recogía, tras un exhaustivo estudio, un sucinto catálogo de los varios cientos de fotografías que un azaroso día había recogido cuando iban a ser tiradas a la basura. Era el archivo de Bienvenido Vega, el fotógrafo que en la década de los años sesenta del siglo pasado recorría la Sierra de Francia con su cámara, dejando inmóviles a cientos de paisanos en el instante de ser retratados, ya fuera en una merienda junto al río, en una fiesta local, en una boda, en un día de verano, en un retrato para el libro de familia numerosa o a la puerta de casa, en el momento de éxtasis del primer coche comprado. Aquellas fotografías tuvieron sus quince minutos de gloria en el acto de la primera mirada, en el acto de ser guardadas en la cartera, en el acto de ser pegadas en un álbum o tras el cristal de un portarretrato. Pasados los años, fueron ceniza del tiempo. Ahora, décadas después, resultan un testimonio impagable para conocer mucho más que la juventud de aquellos rostros. Han perdido el valor familiar, anecdótico, momentáneo, para pasar a ser la memoria de una época. Conservan la épica de un territorio perdido y de un tiempo agonizante: el momento de la emigración masiva y la derrota de un tiempo rural que venía de siglos. Una obra maestra que estuvo a punto de irse a los escombros del olvido.
En Béjar tuvimos también recientemente la recuperación de un fragmento de nuestra memoria visual, la de nuestros primeros emigrantes a Alemania, mujeres pioneras cuya gesta casi pasa desapercibida y sobre las que nuestra ciudad debería levantar una reflexión audaz que les diera el lugar que se merecen en nuestra memoria, a la altura de esos momentos en los que los grupos, más que los individuos, han construido nuestra historia local. Mientras escribo, veo la fotografía de aquellas 43 mujeres a pie de autobús, en el documental editado en vídeo por la Diputación. Sus rostros risueños y la aventura vital que emprendieron, y lo que supuso para Béjar, valen más que los retratos al óleo de los próceres que cuelgan de las nobles paredes del Ayuntamiento.
Los bejaranos no cuidamos nuestra memoria. Nuestro patrimonio es ultrajado de continuo, sin apenas notarlo. Me atengo, en estas palabras, al visual. Dejo a un lado, esta vez, todos los demás. El Ayuntamiento adquirió, no hace mucho, un lote de fotografías del maestro Mateo Hernández. En buena hora. Enhorabuena. Algo es algo. Espero que estén a buen recaudo. Pero me pregunto qué estará siendo de tantos miles de fotografías que todos nosotros atesoramos creyéndolas banales, material de desecho, en una caja de zapatos que la próxima generación considerará una antigualla sin valor. Hace unos meses alguien en Salamanca me preguntaba dónde podía encontrar fotografías del tiempo en el que vivió en Béjar, en los años setenta. Busqué. Tenía la impresión de que habría más que lo que encontré. Carecemos de memoria. Por casa rondaba una caja con medio centenar de negativos de las primeras décadas del siglo XX. Las había hecho el abuelo Wenceslao. Un día, de acuerdo con mis hermanos, las doné a la Filmoteca de Castilla y León. No me cobraron nada, por supuesto. Me dieron copia impresa. Allí están, para el que las quiera ver. A lo mejor algún día alguna sirve para reconocer un rostro perdido, para recuperar un edificio que se llevó la piqueta, para recomponer el paisaje que cambió, para reconstruir la historia. Quién sabe.
Digitalicé hace poco una fotografía de los tiempos escolares, de la que hice copias para algunos amigos con motivo de un encuentro. Creía que era una fotografía conocida, de la que todos teníamos recuerdo. Resultó que no. Ahora me van viniendo otros rostros, allí presentes, pidiéndome copia. Va a resultar que era el único que la tenía. La traigo aquí, y espero que la reproduzcan a media página, para que cada cual se reconozca. Puede ser ésta la forma de que no se pierda para siempre. Puede ser la forma de que tanto rostro anónimo no vaya irremediablemente al olvido. Fue tomada en junio de 1972 en el patio del colegio Salesiano. Seguramente estamos presentes todos los que unos días después terminamos nuestro ciclo vital allí y emprendimos caminos separados.
Me ahorro la tarea de identificar uno a uno a los presentes. A todos los recuerdo, pero dejo esa tarea para otro. Me consta que las fichas escolares de todos nosotros se destruyeron no hace tanto, cuando el edificio se reconvirtió en otra cosa. Otro patrimonio perdido. Puede que alguien, alguna vez, busque en esa fotografía la explicación de algún hecho inconcluso. Somos lo que fuimos.
Yo, por mi parte, seguiré buscando, puede que eternamente, la faz de aquel bufón renacentista que salió de Béjar para reírse del mundo. O la melena blanca del caballero aventurero que fue leyenda.