Leo en un periódico impreso la noticia de que las autoridades eclesiásticas placentinas merodean la idea de reabrir al público el Museo Sacro sito en la iglesia de la Antigua, apoyándose en vecinos voluntarios que explicarían las piezas exhibidas a los curiosos. Me sorprende grandemente que en el cuerpo de la noticia no aparezca la palabra turismo, tanto en las que se le pueden atribuir al periodista como en las que pudieran corresponder a la concejala que dio el aviso. Ya me gustaría que fuera cierto que no se mencionó y que el impulso de apertura correspondiera a una voluntad cultural, patrimonial y educativa, pero me temo que sea un lapsus, dado que el motor de nuestra economía, como bien sabemos todos, es el turismo que nos ahoga.
Sería, de producirse, y tiene visos de que así será, el segundo museo del que en pocas semanas se anuncia su reapertura. No hace nada que lo hacía el Museo Taurino sito en dependencias de la plaza de toros de El Castañar, anunciado este sí en su momento a mayor gloria del turismo, fe que mueve montañas.
En las últimas semanas hemos prestado una inusual atención al benemérito Valeriano Salas, cuyo legado artístico con el paso de los años se ha ido comiendo la denominación de Museo de Béjar en favor de la de Museo Valeriano Salas, cuando en realidad formaba tan solo una parte de aquel. Devuelto el retablo de San Gil a su lugar originario y enajenadas las esculturas de Mateo Hernández y González Macías, a estas alturas ya no sé si queda algo del viejo Museo de Béjar que no proceda del legado de Salas. Confieso que me he perdido en el camino.
Se nos anuncia constantemente, por otro lado, la apertura del Museo de la Historia Textil, uno de esos escoriales en los que Béjar se embarca con frecuencia y en los que se toma un tiempo prudente porque las prisas no son buenas para lo que ha de ser eterno.
Mucho da que hablar Mateo Hernández, santo a quien sacamos en procesión en el aniversario de su óbito y al que le hacemos unas saturnales cada dos años, pero su museo guarda un silencio que parece de camposanto, como si en él el aire se hubiera suspendido y la escena fuera irreal.
Queda, al cabo, allá en lontananza alumbrando la quilla de la nave bejarana, el Museo Judío David Melul, el único del que tenemos noticias de que tenga director, presupuesto, actividades frecuentes y planta del hervidero cultural que debe ser un museo. Otra cosa que no sean las citadas, hace de esos espacios públicos más que museos depósitos de sombras.
Seis museos, pues. Si es que no me he olvidado de alguno. Estamos que nos salimos. A falta de catedral, buenas son tortas. La ciudad de los museos. Quién fuera turista.
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