A mediados del siglo XVIII no había nada más que dos mesones en Béjar. El uno era propiedad de un tal Francisco Ledesma, aunque la mesonera que lo llevaba por entonces se llamaba María Galán; el otro lo llevaba un tal Joseph Martín, pero su auténtico propietario era el convento de Nuestra Señora de la Piedad. Lo que no existía entonces, todavía, eran tabernas abiertas al público, pues la costumbre decía que cada cual vendía su cosecha en su casa, o la ponía en manos de terceros para que le fueran a saldar por ahí los sobrantes de las cubas. De librerías, en el siglo XVIII, no tenemos la más mínima noticia.
Las cosas cambiaron mucho, y rápidamente, en el siglo XIX. La villa creció y se hizo ciudad, dejó de ser agropecuaria y se hizo textil, dejó de haber vasallos y brotó la clase obrera, todo ello casi en un golpe de aire. El consumo de vino acompañó al asentamiento de las fábricas, de tal forma que los telares y las tabernas cruzaron juntos de la mano el siglo industrial. Unamuno, en 1902, les pedía a los obreros bejaranos que se dejaran en paz de tanta bodega y tanto calderillo y se preocuparan más de su formación. Ni caso le hicieron. Por entonces ya hacía tiempo que se repetía un dicho local que hasta hoy perdura: “Béjar, ciudad bravía, cuarenta tabernas y una librería”. Hay quien lleva el dicho a extremos más inverosímiles: “Béjar, ciudad bravía, doscientas tabernas y una librería”. Supongo que al lector le quedará claro que la inverosimilitud se asienta en el número de tabernas, porque la librería sigue siendo la misma, una y única.
La imprenta había llegado a Béjar hacia mediados de siglo, de manos de uno de los prohombres que todos conocemos: Primo Comendador. Más exactamente, de su madre y de un socio llamado Remigio Téllez. Y con la imprenta llegaron los periódicos y los libros. Y el comercio de los libros. Ya a finales del siglo había un par de librerías, que entrado el siglo XX se multiplicaron notoriamente: la de Pablo Enríquez, la de José María Blázquez de Pedro, La Racional, Casa Junquera… De todas ellas, la de más larga vida y la que más bejaranos recordarán fue la de Carlos Calvo.
El último tercio del siglo pasado todavía fue pródigo y daba a entender que los bejaranos eran buenos aficionados a la lectura. Pero poco a poco fueron cerrando, una tras otra: Sacho, Márquez, Ri-Al, Austral, Cervantes…
Ahora me entero de que Ignacio Blázquez se ha jubilado también. Quienes salimos de la niñez en las últimas décadas del siglo XX y le hemos tenido afecto a los libros le debemos parte de eso que se suele llamar educación sentimental. Me recuerdo comprando libros en todas las librerías que he citado, desde Carlos Calvo hasta Cervantes, donde Miguel me vendió hasta colecciones enteras, pero en las estanterías del establecimiento de Ignacio fui apresado por lecturas que después no me han abandonado en toda la vida. A la luz del escaparate de Stvdio, su librería, recuerdo que vi por vez primera, una noche de invierno de 1975, siendo estudiante bachiller, las tapas negras de una colección nueva que don Germán Sánchez Ruipérez, el gran editor, se dio en inventar para lanzar su editorial Cátedra: las de “Letras Hispánicas”, la inmensa colección de los clásicos de la literatura española. Qué hechizo el de aquella noche. Ahora tengo una balda entera ocupada por libros de esa colección, pero uno de los primeros fue una edición de las Soledades de Góngora, que me vendió Ignacio sin que yo supiera que allí dentro me iba a encontrar con el duque de Béjar y los versos que el cordobés pergeñó idealizando El Bosque. Y manoseado de tantos años y tanto uso está el ejemplar del Fuero de Béjar que le compré, oro carísimo para un estudiante que arañaba las entrañas de la historia de Béjar con hambre de conocer, ejemplar que todavía conserva la etiqueta que Ignacio le pegó en la portada, donde una vez hubo un precio, ampliamente amortizado. Béjar ha sido (lo es todavía) una ciudad afortunada en escritores y libros de materia local, pero para que el trato entre el autor y el lector se produjera hacía falta que alguien tuviera el empeño de perder dinero aguantando esos libros, de escasa fortuna en su tirada, en las estanterías, y ahí sí que Ignacio ha sido un héroe al que nadie nunca coronamos de laureles. Hay que tener mucho amor por Béjar para esperar que esos libros de escaso recorrido produzcan algún beneficio, pero doy por hecho que su motivación era otra: la de hacernos felices a unos cuantos, que espigábamos en los anaqueles de Stvdio sabiendo que si no estaba allí el libro que buscábamos no estaría en ninguna parte. Me vendió, tomo a tomo, con plazos que le mermaban la ganancia y resignación de padre condescendiente, los tochos del Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico de Joan Corominas, cinco mil páginas de filología dura que subrayé buscando leonesismos hasta que me harté. Y tantos otros libros que de sus manos pasaron a las mías, incluso alguno que yo mismo escribí que hizo el camino inverso, que con paciencia trapense trató de vender.
Antes de que todo el andamiaje de los que nos dedicamos a oficios que tienen que ver con el libro se vaya al garete y sólo exista internet, Ignacio se ha quitado de en medio. En silencio y sin reclamar un sitio en la historia. Cuando empezó, apenas se podía en Béjar otra cosa para entretener los ocios que ir a misa, tomar chatos y jugar la partida. Eran los menos los que se evadían de este mundo en el refugio de los libros, entre cuyas tapas se escondían don Quijote y madame Bovary, que Ignacio se encargaba de encaminar hacia nuestros sueños con la magia de su escaparate, donde los viajes impresos se abrían al abismo que estaba más allá de Vallejera.
Si esta ciudad fuera generosa, tributaría un homenaje a todos los pequeños empresarios que con sus oficios han hecho nuestra vida más llevadera y se van retirando sin ruido. Pero en tratándose de libros son palabras mayores: si yo fuera esta ciudad, sin rubor me pararía a aplaudir cada vez que me cruzara con el librero Ignacio Blázquez por la calle.
Las cosas cambiaron mucho, y rápidamente, en el siglo XIX. La villa creció y se hizo ciudad, dejó de ser agropecuaria y se hizo textil, dejó de haber vasallos y brotó la clase obrera, todo ello casi en un golpe de aire. El consumo de vino acompañó al asentamiento de las fábricas, de tal forma que los telares y las tabernas cruzaron juntos de la mano el siglo industrial. Unamuno, en 1902, les pedía a los obreros bejaranos que se dejaran en paz de tanta bodega y tanto calderillo y se preocuparan más de su formación. Ni caso le hicieron. Por entonces ya hacía tiempo que se repetía un dicho local que hasta hoy perdura: “Béjar, ciudad bravía, cuarenta tabernas y una librería”. Hay quien lleva el dicho a extremos más inverosímiles: “Béjar, ciudad bravía, doscientas tabernas y una librería”. Supongo que al lector le quedará claro que la inverosimilitud se asienta en el número de tabernas, porque la librería sigue siendo la misma, una y única.
La imprenta había llegado a Béjar hacia mediados de siglo, de manos de uno de los prohombres que todos conocemos: Primo Comendador. Más exactamente, de su madre y de un socio llamado Remigio Téllez. Y con la imprenta llegaron los periódicos y los libros. Y el comercio de los libros. Ya a finales del siglo había un par de librerías, que entrado el siglo XX se multiplicaron notoriamente: la de Pablo Enríquez, la de José María Blázquez de Pedro, La Racional, Casa Junquera… De todas ellas, la de más larga vida y la que más bejaranos recordarán fue la de Carlos Calvo.
El último tercio del siglo pasado todavía fue pródigo y daba a entender que los bejaranos eran buenos aficionados a la lectura. Pero poco a poco fueron cerrando, una tras otra: Sacho, Márquez, Ri-Al, Austral, Cervantes…
Ahora me entero de que Ignacio Blázquez se ha jubilado también. Quienes salimos de la niñez en las últimas décadas del siglo XX y le hemos tenido afecto a los libros le debemos parte de eso que se suele llamar educación sentimental. Me recuerdo comprando libros en todas las librerías que he citado, desde Carlos Calvo hasta Cervantes, donde Miguel me vendió hasta colecciones enteras, pero en las estanterías del establecimiento de Ignacio fui apresado por lecturas que después no me han abandonado en toda la vida. A la luz del escaparate de Stvdio, su librería, recuerdo que vi por vez primera, una noche de invierno de 1975, siendo estudiante bachiller, las tapas negras de una colección nueva que don Germán Sánchez Ruipérez, el gran editor, se dio en inventar para lanzar su editorial Cátedra: las de “Letras Hispánicas”, la inmensa colección de los clásicos de la literatura española. Qué hechizo el de aquella noche. Ahora tengo una balda entera ocupada por libros de esa colección, pero uno de los primeros fue una edición de las Soledades de Góngora, que me vendió Ignacio sin que yo supiera que allí dentro me iba a encontrar con el duque de Béjar y los versos que el cordobés pergeñó idealizando El Bosque. Y manoseado de tantos años y tanto uso está el ejemplar del Fuero de Béjar que le compré, oro carísimo para un estudiante que arañaba las entrañas de la historia de Béjar con hambre de conocer, ejemplar que todavía conserva la etiqueta que Ignacio le pegó en la portada, donde una vez hubo un precio, ampliamente amortizado. Béjar ha sido (lo es todavía) una ciudad afortunada en escritores y libros de materia local, pero para que el trato entre el autor y el lector se produjera hacía falta que alguien tuviera el empeño de perder dinero aguantando esos libros, de escasa fortuna en su tirada, en las estanterías, y ahí sí que Ignacio ha sido un héroe al que nadie nunca coronamos de laureles. Hay que tener mucho amor por Béjar para esperar que esos libros de escaso recorrido produzcan algún beneficio, pero doy por hecho que su motivación era otra: la de hacernos felices a unos cuantos, que espigábamos en los anaqueles de Stvdio sabiendo que si no estaba allí el libro que buscábamos no estaría en ninguna parte. Me vendió, tomo a tomo, con plazos que le mermaban la ganancia y resignación de padre condescendiente, los tochos del Diccionario crítico etimológico castellano e hispánico de Joan Corominas, cinco mil páginas de filología dura que subrayé buscando leonesismos hasta que me harté. Y tantos otros libros que de sus manos pasaron a las mías, incluso alguno que yo mismo escribí que hizo el camino inverso, que con paciencia trapense trató de vender.
Antes de que todo el andamiaje de los que nos dedicamos a oficios que tienen que ver con el libro se vaya al garete y sólo exista internet, Ignacio se ha quitado de en medio. En silencio y sin reclamar un sitio en la historia. Cuando empezó, apenas se podía en Béjar otra cosa para entretener los ocios que ir a misa, tomar chatos y jugar la partida. Eran los menos los que se evadían de este mundo en el refugio de los libros, entre cuyas tapas se escondían don Quijote y madame Bovary, que Ignacio se encargaba de encaminar hacia nuestros sueños con la magia de su escaparate, donde los viajes impresos se abrían al abismo que estaba más allá de Vallejera.
Si esta ciudad fuera generosa, tributaría un homenaje a todos los pequeños empresarios que con sus oficios han hecho nuestra vida más llevadera y se van retirando sin ruido. Pero en tratándose de libros son palabras mayores: si yo fuera esta ciudad, sin rubor me pararía a aplaudir cada vez que me cruzara con el librero Ignacio Blázquez por la calle.
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