Hace unos días Salamanca ha conmemorado el décimo aniversario de la apertura de los actos con que celebró ser Ciudad Europea de la Cultura, en 2002. Todos lo recordarán, seguro. Visto desde la distancia, ahora parece que aquello se consiguió con la gorra, porque en los últimos tiempos hemos presenciado cómo hasta dieciséis urbes españolas se han estado promocionando con el simple hecho de realizar programaciones y actos con la etiqueta de “Ciudad candidata a”, hasta que el año pasado se le concedió finalmente a San Sebastián para que lo sea en 2016, con gran cabreo de alguna perdedora.
También hace unos días se abrían los actos de lo mismo en la portuguesa Guimarães, Ciudad Europea de la Cultura durante el presente año. Se hacía con el típico e inevitable espectáculo callejero de La Fura dels Baus. El presupuesto de todo el acontecimiento es de 110 millones de euros. Duplica lo que se gastó en Salamanca. El programa comprende un millar de actos y proyectos, una barbaridad, dos y pico por día. No se hicieron menos en Salamanca, y la verdad es que fue una maravilla comprobar cómo el público acudía encantado a lo que le pusieran por delante.
En todo caso, lo que me ha llamado la atención no ha sido tanto el progreso y consolidación de este emblemático acto de fe europea con el paso de los años, que ya es de agradecer de por sí, sino lo que de efecto transformador está teniendo para Guimarães y la inevitable evocación que me produce sobre Béjar. Guimarães es una ciudad de 50.000 habitantes de un patrón similar a la nuestra: en los años ochenta
y noventa sus empresas textiles fueron cerrando una detrás de otra. Les quedaron las naves, las fábricas abandonadas a la sombra del viejo castillo. Pero ahora reviven, reconvertidas: la una se ha vuelto flamante instituto de diseño, otra se reinventa como contenedor de exposiciones de pintura y futuro centro comercial, la de más allá albergará equipos de producción cinematográfica y otra más luce en su dintel el sonoro nombre de Centro para Asuntos de Arte y Arquitectura, con residencia incluida para artistas extranjeros invitados. El más impactante es el nuevo Centro Cultural Vila Flor, formado por un palacio del siglo XVIII al que se le ha adosado armoniosamente un edificio de cristal que cobija dos auditorios, salas de ensayos y demás. En Guimarães lo tienen muy claro: tanto como una fiesta, se trata de una oportunidad para proyectar un nuevo sentido a la ciudad una vez que el ciclo textil parece haber llegado a su fin.
Seguro que la música les suena y ya se imaginan a dónde voy a ir a parar. En el 2014 tendremos de nuevo la “Bienal Mateo Hernández” abigarrada bajo las arcadas del claustro de San Francisco y a poco que se den bien las cosas en el 2015 gozaremos de “Las Edades del Hombre” en la iglesia de San Juan. Ya fuimos una vez Ciudad Cervantina. Y tenemos una Feria de Muestras Comarcal, que se me olvidaba. Creo que estamos entrenados y que no estaría de más que diéramos el salto y nos animáramos a retos mayores. ¿Qué tal solicitar ser Ciudad Europea de la Cultura para 2049? Para entonces ciudades del tamaño de Béjar (si no se ha reducido) tendrán su oportunidad.
Y de paso, como ese año es el centenario de la muerte de Mateo Hernández, nos ahorramos un programa especial, ir al cementerio y todo eso. A ello.
También hace unos días se abrían los actos de lo mismo en la portuguesa Guimarães, Ciudad Europea de la Cultura durante el presente año. Se hacía con el típico e inevitable espectáculo callejero de La Fura dels Baus. El presupuesto de todo el acontecimiento es de 110 millones de euros. Duplica lo que se gastó en Salamanca. El programa comprende un millar de actos y proyectos, una barbaridad, dos y pico por día. No se hicieron menos en Salamanca, y la verdad es que fue una maravilla comprobar cómo el público acudía encantado a lo que le pusieran por delante.
En todo caso, lo que me ha llamado la atención no ha sido tanto el progreso y consolidación de este emblemático acto de fe europea con el paso de los años, que ya es de agradecer de por sí, sino lo que de efecto transformador está teniendo para Guimarães y la inevitable evocación que me produce sobre Béjar. Guimarães es una ciudad de 50.000 habitantes de un patrón similar a la nuestra: en los años ochenta
y noventa sus empresas textiles fueron cerrando una detrás de otra. Les quedaron las naves, las fábricas abandonadas a la sombra del viejo castillo. Pero ahora reviven, reconvertidas: la una se ha vuelto flamante instituto de diseño, otra se reinventa como contenedor de exposiciones de pintura y futuro centro comercial, la de más allá albergará equipos de producción cinematográfica y otra más luce en su dintel el sonoro nombre de Centro para Asuntos de Arte y Arquitectura, con residencia incluida para artistas extranjeros invitados. El más impactante es el nuevo Centro Cultural Vila Flor, formado por un palacio del siglo XVIII al que se le ha adosado armoniosamente un edificio de cristal que cobija dos auditorios, salas de ensayos y demás. En Guimarães lo tienen muy claro: tanto como una fiesta, se trata de una oportunidad para proyectar un nuevo sentido a la ciudad una vez que el ciclo textil parece haber llegado a su fin.
Seguro que la música les suena y ya se imaginan a dónde voy a ir a parar. En el 2014 tendremos de nuevo la “Bienal Mateo Hernández” abigarrada bajo las arcadas del claustro de San Francisco y a poco que se den bien las cosas en el 2015 gozaremos de “Las Edades del Hombre” en la iglesia de San Juan. Ya fuimos una vez Ciudad Cervantina. Y tenemos una Feria de Muestras Comarcal, que se me olvidaba. Creo que estamos entrenados y que no estaría de más que diéramos el salto y nos animáramos a retos mayores. ¿Qué tal solicitar ser Ciudad Europea de la Cultura para 2049? Para entonces ciudades del tamaño de Béjar (si no se ha reducido) tendrán su oportunidad.
Y de paso, como ese año es el centenario de la muerte de Mateo Hernández, nos ahorramos un programa especial, ir al cementerio y todo eso. A ello.
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