sábado, 14 de marzo de 2009

Restos de la memoria


En el salón del domicilio en Florencia de un amigo exquisito me encontré colgado un marco ovalado, de talla barroca, en cuyo interior se contenía la nada, esto es, un simple terciopelo granate forrando la tablilla de fondo. Sobre él, un aplique dorado daba un foco de luz al espacio vacío de aquella ausencia. Ante el sorprendente hallazgo, le pregunté a qué inspiración se debía tan reservado óvalo iluminado. Me respondió que lo tenía colgado ahí desde hacía años, en espera de que apareciera la mujer de su vida, el amor eterno que no acababa de llegar nunca y cuyo rostro fuera digno de ocupar aquel altar del salón. Creo que todavía sigue el retrato en las mismas condiciones.
Cargué hace casi cuarenta años con la cruz de leer en estas mismas páginas un leve articulito de Florentino Hernández Girbal sobre un bufón bejarano que había servido en la corte del emperador Carlos V. En qué día lo leí. A veces uno se mete en laberintos con apenas una mirada, y nunca Ariadna acaba por atarnos un hilo al meñique, que nos guíe a alguna parte, aunque no sea a la salida, qué más da, pero que nos guía a un destino con meta. No fue mi fortuna. Algo después, sin olvido ni atenuante, pude leer por fin la crónica que escribiera el desdichado bufón y ahí me perdí para siempre, porque desde entonces no paré de perseguir su sombra en bibliotecas, archivos, pinacotecas y todo lo que se moviera, tuviera patas o alas, con tal de saber algo más del cronista burlón. Supe todo lo que pude de su vida, y lo puse en algunos libros y artículos, encontré el garabato de su letra y los lugares que pisó, supe de sus amigos y casi de sus enemigos, pero aún sigo absorto en la quimera de encontrar su rostro, que persigo de forma infructuosa desde hace años. No doy con él. Nunca nadie le retrató de forma oficial, como tuvieron la fortuna de serlo sus sucesores en el palacio real, de la mano del genio de Velázquez. Ya es mala suerte haber nacido antes de tiempo. Le busco, pues, a escondidas, todavía, en otros cuadros y grabados, en pinacotecas y exposiciones en las que se retratan escenas de corte o de fiesta, donde junto a los caballeros y damas que hicieron historia los bordes del lienzo se pueblan de sirvientes, criados, trinchantes, lacayos, negros, enanos, deformes, esclavos, mozos de ayuda, palafreneros, perros y ciervos, fieras y animales todos ellos sin nombre ni beneficio conocido, entre los que hurgo buscando las vestiduras y los gestos de un bufón que pueda pasar por aquel judío converso que se rió de una corte entera e hizo reír a una corte entera. No sé quién de ambos se lo pasó mejor. Pero su rostro se perdió en el naufragio de la historia y no soy capaz de dar con su barba, con su cintura, con el gesto de su boca, con la mano alzada o la mirada perdida, con la pose del derrotado que supo hacer virtud de su dignidad íntima. Sin fisonomía no somos nadie. Sin rostro, las palabras no tienen dónde agarrarse. A Cervantes hubo que inventarlo en un retrato cualquiera, ése con el que le conocemos, que de quién será en realidad, porque sin una mirada a la que ponerle nombre El Quijote se nos escapaba de las manos.
He vuelto a las andadas no hace mucho. Quise conocer la melena blanca de cierto personaje bejarano decimonónico del que apenas tenemos noticias, salvo un caballo con el que se paseaba por Béjar y algunas andanzas en tierras extranjeras. Lo he buscado en fotografías, en libros de retratos de la época, en archivos remotos, en internet, en páginas de periódicos en los que he hallado de todo, salvo ese rostro que me causa misterio y sin el que lo demás, su caballo y su conocida melena, se difuminan en la niebla. Tal vez algún día aparezca. Debe de haber un lugar al que van a parar los rostros de todos los que la historia enumera con letra pequeña, si acaso.
Hace ahora cosa de un año el pintor serrano Florencio Maíllo dio a la luz un libro, al cuidado del excelente editor que es Fabio Rodríguez de la Flor, bajo el título de Identidades. En él se recogía, tras un exhaustivo estudio, un sucinto catálogo de los varios cientos de fotografías que un azaroso día había recogido cuando iban a ser tiradas a la basura. Era el archivo de Bienvenido Vega, el fotógrafo que en la década de los años sesenta del siglo pasado recorría la Sierra de Francia con su cámara, dejando inmóviles a cientos de paisanos en el instante de ser retratados, ya fuera en una merienda junto al río, en una fiesta local, en una boda, en un día de verano, en un retrato para el libro de familia numerosa o a la puerta de casa, en el momento de éxtasis del primer coche comprado. Aquellas fotografías tuvieron sus quince minutos de gloria en el acto de la primera mirada, en el acto de ser guardadas en la cartera, en el acto de ser pegadas en un álbum o tras el cristal de un portarretrato. Pasados los años, fueron ceniza del tiempo. Ahora, décadas después, resultan un testimonio impagable para conocer mucho más que la juventud de aquellos rostros. Han perdido el valor familiar, anecdótico, momentáneo, para pasar a ser la memoria de una época. Conservan la épica de un territorio perdido y de un tiempo agonizante: el momento de la emigración masiva y la derrota de un tiempo rural que venía de siglos. Una obra maestra que estuvo a punto de irse a los escombros del olvido.
En Béjar tuvimos también recientemente la recuperación de un fragmento de nuestra memoria visual, la de nuestros primeros emigrantes a Alemania, mujeres pioneras cuya gesta casi pasa desapercibida y sobre las que nuestra ciudad debería levantar una reflexión audaz que les diera el lugar que se merecen en nuestra memoria, a la altura de esos momentos en los que los grupos, más que los individuos, han construido nuestra historia local. Mientras escribo, veo la fotografía de aquellas 43 mujeres a pie de autobús, en el documental editado en vídeo por la Diputación. Sus rostros risueños y la aventura vital que emprendieron, y lo que supuso para Béjar, valen más que los retratos al óleo de los próceres que cuelgan de las nobles paredes del Ayuntamiento.
Los bejaranos no cuidamos nuestra memoria. Nuestro patrimonio es ultrajado de continuo, sin apenas notarlo. Me atengo, en estas palabras, al visual. Dejo a un lado, esta vez, todos los demás. El Ayuntamiento adquirió, no hace mucho, un lote de fotografías del maestro Mateo Hernández. En buena hora. Enhorabuena. Algo es algo. Espero que estén a buen recaudo. Pero me pregunto qué estará siendo de tantos miles de fotografías que todos nosotros atesoramos creyéndolas banales, material de desecho, en una caja de zapatos que la próxima generación considerará una antigualla sin valor. Hace unos meses alguien en Salamanca me preguntaba dónde podía encontrar fotografías del tiempo en el que vivió en Béjar, en los años setenta. Busqué. Tenía la impresión de que habría más que lo que encontré. Carecemos de memoria. Por casa rondaba una caja con medio centenar de negativos de las primeras décadas del siglo XX. Las había hecho el abuelo Wenceslao. Un día, de acuerdo con mis hermanos, las doné a la Filmoteca de Castilla y León. No me cobraron nada, por supuesto. Me dieron copia impresa. Allí están, para el que las quiera ver. A lo mejor algún día alguna sirve para reconocer un rostro perdido, para recuperar un edificio que se llevó la piqueta, para recomponer el paisaje que cambió, para reconstruir la historia. Quién sabe.
Digitalicé hace poco una fotografía de los tiempos escolares, de la que hice copias para algunos amigos con motivo de un encuentro. Creía que era una fotografía conocida, de la que todos teníamos recuerdo. Resultó que no. Ahora me van viniendo otros rostros, allí presentes, pidiéndome copia. Va a resultar que era el único que la tenía. La traigo aquí, y espero que la reproduzcan a media página, para que cada cual se reconozca. Puede ser ésta la forma de que no se pierda para siempre. Puede ser la forma de que tanto rostro anónimo no vaya irremediablemente al olvido. Fue tomada en junio de 1972 en el patio del colegio Salesiano. Seguramente estamos presentes todos los que unos días después terminamos nuestro ciclo vital allí y emprendimos caminos separados.
Me ahorro la tarea de identificar uno a uno a los presentes. A todos los recuerdo, pero dejo esa tarea para otro. Me consta que las fichas escolares de todos nosotros se destruyeron no hace tanto, cuando el edificio se reconvirtió en otra cosa. Otro patrimonio perdido. Puede que alguien, alguna vez, busque en esa fotografía la explicación de algún hecho inconcluso. Somos lo que fuimos.
Yo, por mi parte, seguiré buscando, puede que eternamente, la faz de aquel bufón renacentista que salió de Béjar para reírse del mundo. O la melena blanca del caballero aventurero que fue leyenda.

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