Sostiene Ruperto Fraile que él y yo nos conocimos una Nochevieja de dimensiones inenarrables que debimos de pasar juntos en la cafetería Brasilia de la calle Mansilla, hace de ello veintitantos años, no sé exactamente la fecha. En realidad, confieso que ése es uno de esos recuerdos impuestos que de tantas veces que te los han relatado y vuelto a relatar acabas por no tener duda alguna de que fueron exactamente como te lo repiten una y otra vez, pero que el don de la ebriedad de una noche de tales características hizo en su momento que no me acuerde de nada de lo que debió de ser una noche inolvidable, a tenor de lo bien que me dice él que nos lo pasamos y las risas que compartimos. Debió de ser así, si Ruperto lo sostiene, porque durante veintitantos años desde aquella mítica fecha nunca he dejado de pasármelo bien y de compartir con él algunas de las mejores risas que me han sucedido en Béjar.
Lo cierto es que, pese a su prodigiosa cabeza y su memoria fidedigna, y mal que le pese, entre mis recuerdos sigue apareciendo tenazmente, no sé si venido de otra vida, el recuerdo de una noche de enero de aquéllas en las que, en los ya tan lejanos años setenta, y en fecha anterior a la celebérrima Nochevieja que Ruperto tiene como un hito en nuestras vidas, este centenario semanario nos invitaba a cenar en el restaurante Cubino a los colaboradores más habituales de sus páginas, en unas reuniones de calderillo por medio que para mí fueron de formación bejaranista y humanista, quizá por ser el más pardillo y novato entre aquellos bejaranos que para mí eran maestros y referencias de la bejaranidad.
Una de aquellas noches de enero y tertulia, decía, me tocó en suerte que a mi vera se sentara este remedo de Picasso que, ajeno al repaso que los comensales seguramente le estaban dando a la bejaranía, se dedicó toda la noche a contarme chascarrillos, anécdotas, bromas y otros asuntos que la cortesía y la decencia no me permiten reproducir ahora, pero que me mataron de risa.
Y de aquellos lodos, los que él no recuerda y luego más tarde los que yo no recuerdo, vinieron los barros que durante dos décadas largas han mantenido entre nosotros la amistad, por su parte, y la reverencia al maestro en bejaranidad por la mía.
Fui testigo directo y cómplice de sus tres libros publicados que, en conjunto, me parecen (y creo haber leído bastante sobre el asunto) el mejor testimonio, sin parangón, de lo que ha sido la vida cotidiana de los bejaranos a través de un siglo tan largo y conflictivo como el XX, del que él ha sido testamentario y protagonista en la primera línea del acontecer de nuestra ciudad. Alguna vez los historiadores locales echarán mano de esas páginas y comprobarán que gracias a su escritura se podrá saber cómo éramos los bejaranos de a pie de manera mejor que los de ningún otro siglo anterior.
Tengo serias dudas sobre quién es el bejarano más universal, dada la precariedad con la que todavía conocemos nuestro propio pasado ―el anterior a Mateo Hernández―. Pero hasta donde me alcanza la vista y el conocimiento, con la modestia de estas líneas quiero dejar evidencia en la hemeroteca de este semanario de mi opinión sobre quién ha sido el bejarano más local, más allá de éxitos profesionales y mediáticos, del siglo que acaba de vencer ha poco. Los clásicos solían y sabían distinguir ―cosa que hemos perdido en esta modernidad de banalidades― entre fama y popularidad, entre el noble sentimiento del magisterio respetado y la efímera vacuidad de la notoriedad momentánea.
Vaya mi brindis y salutación por el ejemplo de fama y bejaranidad radiante y ejemplificante que es Ruperto Fraile, que en este febrero cumple años esbeltos y envidiados varado en esa mesa para siempre suya en el rincón del bar Sol desde la que nos contempla cada tarde como si fuéramos su obra inacabada, como un Pessoa del Café do Brasil o un Torrente Ballester del Novelty, pero afortunadamente lleno de vida y afecto.
Maestro, salud.
[Publicado en Béjar en Madrid el 18 de febrero de 2005]
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