Una semana al año se impone un retiro del mundanal ruido para dedicarla al silencio y la meditación. Todo se interrumpe y es el momento adecuado para el recogimiento y la desconexión de lo que ocurre fuera. Suelo encerrarme en casa no tanto por decisión como por aislamiento, dado que en el exterior todo es bullicio y trajín, marabunta confusa que acapara calles y vuelve los movimientos de uno dubitativos y huidizos con tal de no dar de bruces con el brillo y el sonido.
Suelo apilar en estas circunstancias una docena o dos de libros, los mejores amigos del hombre porque hablan solo si les preguntas y callan cuando los dejas en reposo. De uno a otro me voy evadiendo por la poesía, por la historia, por la lengua, por los paisajes desconocidos, por las aventuras de personajes que tras la última página no me exigen que me vaya tras ellos el resto de mis días. La radio, la televisión, los periódicos o internet enmudecen durante ocho días porque al menor descuido el intrusismo de la actualidad me devuelve a la realidad que todo lo invade y echo a perder la fuga preparada a conciencia. Corro las cortinas y en la penumbra del aire quieto el sofá se hace hábitat de renegado en busca de una isla desierta.
La cura eremita urbana a la que me someto no deja de ser una higienización contra los excesos de redobles y trompeterío con que la vida moderna, incluida la espiritual, lo llena todo de consumo y espectáculo, celebración de lo externo en un mercado, también espiritual, de ropaje low cost. Semeja en algo, pero a lo pobre, a esos hedonistas que tras la opípara navidad se internan durante una semana en un spa de cinco estrellas en lugares de ensueño para desprenderse de los kilos y la mala conciencia. Lo mío es más rudimentario: cierro las ventanas y me alimento de palabras, esperando que escampe.
Esa semana fue la pasada. Dejé la pluma, pues, y entré en clausura de ocho días, en la bendita compañía de los seráficos libros y el silencio redentor. Una cruz como otra cualquiera, al cabo, pero que no impongo llevar a otros.
Suelo apilar en estas circunstancias una docena o dos de libros, los mejores amigos del hombre porque hablan solo si les preguntas y callan cuando los dejas en reposo. De uno a otro me voy evadiendo por la poesía, por la historia, por la lengua, por los paisajes desconocidos, por las aventuras de personajes que tras la última página no me exigen que me vaya tras ellos el resto de mis días. La radio, la televisión, los periódicos o internet enmudecen durante ocho días porque al menor descuido el intrusismo de la actualidad me devuelve a la realidad que todo lo invade y echo a perder la fuga preparada a conciencia. Corro las cortinas y en la penumbra del aire quieto el sofá se hace hábitat de renegado en busca de una isla desierta.
La cura eremita urbana a la que me someto no deja de ser una higienización contra los excesos de redobles y trompeterío con que la vida moderna, incluida la espiritual, lo llena todo de consumo y espectáculo, celebración de lo externo en un mercado, también espiritual, de ropaje low cost. Semeja en algo, pero a lo pobre, a esos hedonistas que tras la opípara navidad se internan durante una semana en un spa de cinco estrellas en lugares de ensueño para desprenderse de los kilos y la mala conciencia. Lo mío es más rudimentario: cierro las ventanas y me alimento de palabras, esperando que escampe.
Esa semana fue la pasada. Dejé la pluma, pues, y entré en clausura de ocho días, en la bendita compañía de los seráficos libros y el silencio redentor. Una cruz como otra cualquiera, al cabo, pero que no impongo llevar a otros.
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