En su intervención, Juan Antonio Pérez Millán, director de la Filmoteca de Castilla y León, dio entrada a las imágenes de Luis Cabrera (Béjar, 1910-1979) proyectadas durante la pasada edición del Festival de Cine Español con una lección sobria y sobrada sobre los valores técnicos, estéticos y documentales de las obras fílmicas de este histórico fotógrafo bejarano. Por resumírselo ahora a ustedes en una palabra mágica, dijo que eran “vida”. Se trataba de un montaje de cerca de dos horas, con el título de Imágenes bejaranas, que venía a sintetizar las múltiples grabaciones que hizo entre los años cuarenta y los años setenta del siglo pasado, que gracias a la generosidad de sus hijas Ana y Carmen desde hace un tiempo se guardan para siempre y al acceso de todos los bejaranos que las quieran contemplar en la Filmoteca de Castilla y León, además de otros siete mil negativos fotográficos que son, todo ello, un tesoro para que las futuras generaciones puedan tener un conocimiento visual del tramo central del vigésimo siglo.
La primera parte del montaje era un extracto del verano y el invierno de una obra más amplia, Las cuatro estaciones, que ya pudimos contemplar durante la Semana Cultural del colegio Filiberto Villalobos hace año y pico. Rodada en color a finales de los años sesenta, tiene el sabor y la dicción de aquellos documentales divulgativos que nos ofrecía por la época el inolvidable Félix Rodríguez de la Fuente en la única cadena de televisión que había. Luis Cabrera se tomó la paciencia de echarse la cámara al hombro y rodar el ciclo anual con que la fauna y la flora van cambiando el paisaje bejarano. Y cuando digo bejarano he de recordar que Béjar es una comarca y no sólo una ciudad. En realidad, la ciudad no aparece en ningún momento en toda la obra, haciendo gala Cabrera del sentido amplio con que hemos de entender la condición de la bejaranía: la de esos segadores que a pleno sol trillan o acumulan la paja en el amial, una imagen postrera de cómo se han hecho las labores del campo desde la Antigüedad hasta hace cuatro días. Un testimonio local de un Béjar desaparecido, tan local y bejarano como el sempiterno ámbito fabril o el ocioso deambular por las nieves de las altas cumbres.
La segunda parte del montaje fueron imágenes sin sonido, imágenes mudas pero rebosantes de añoranza de lo que ya no es. Aparentemente eran tomas domésticas y familiares en torno a los más próximos de Luis Cabrera, con un escenario tras las figuras humanas que hacía retornar un paisaje urbano en blanco y negro, el Murallón, la Circunvalación, el paseo de la Estación, El Bosque, la travesía de Santa Ana. Por más que fueran imágenes que se tomaron con una intención familiar, a la postre se elevan a la condición de evocación común de un tiempo que muchos bejaranos presentes esa noche en el Teatro Cervantes habían vivido con las mismas vestimentas, las mismas costumbres, los mismos recorridos y hasta seguramente el mismo silencio fílmico que remitía a la ausencia de lo que ya no es y de los que ya no están. Vida, pues, como dijo Pérez Millán.
Gracias por el regalo, Ana y Carmen, hijas del gran Luis. Esperemos que haya más fiestas de la vida en los años venideros que nos reconforten a todos en el respeto a Béjar.
La primera parte del montaje era un extracto del verano y el invierno de una obra más amplia, Las cuatro estaciones, que ya pudimos contemplar durante la Semana Cultural del colegio Filiberto Villalobos hace año y pico. Rodada en color a finales de los años sesenta, tiene el sabor y la dicción de aquellos documentales divulgativos que nos ofrecía por la época el inolvidable Félix Rodríguez de la Fuente en la única cadena de televisión que había. Luis Cabrera se tomó la paciencia de echarse la cámara al hombro y rodar el ciclo anual con que la fauna y la flora van cambiando el paisaje bejarano. Y cuando digo bejarano he de recordar que Béjar es una comarca y no sólo una ciudad. En realidad, la ciudad no aparece en ningún momento en toda la obra, haciendo gala Cabrera del sentido amplio con que hemos de entender la condición de la bejaranía: la de esos segadores que a pleno sol trillan o acumulan la paja en el amial, una imagen postrera de cómo se han hecho las labores del campo desde la Antigüedad hasta hace cuatro días. Un testimonio local de un Béjar desaparecido, tan local y bejarano como el sempiterno ámbito fabril o el ocioso deambular por las nieves de las altas cumbres.
La segunda parte del montaje fueron imágenes sin sonido, imágenes mudas pero rebosantes de añoranza de lo que ya no es. Aparentemente eran tomas domésticas y familiares en torno a los más próximos de Luis Cabrera, con un escenario tras las figuras humanas que hacía retornar un paisaje urbano en blanco y negro, el Murallón, la Circunvalación, el paseo de la Estación, El Bosque, la travesía de Santa Ana. Por más que fueran imágenes que se tomaron con una intención familiar, a la postre se elevan a la condición de evocación común de un tiempo que muchos bejaranos presentes esa noche en el Teatro Cervantes habían vivido con las mismas vestimentas, las mismas costumbres, los mismos recorridos y hasta seguramente el mismo silencio fílmico que remitía a la ausencia de lo que ya no es y de los que ya no están. Vida, pues, como dijo Pérez Millán.
Gracias por el regalo, Ana y Carmen, hijas del gran Luis. Esperemos que haya más fiestas de la vida en los años venideros que nos reconforten a todos en el respeto a Béjar.
[Publicado en Béjar en Madrid, septiembre 2011]
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