Si algo tiene de peculiar y distinto el Festival de Blues de Béjar son las dos jornadas en que la música negra se instala en la plaza de toros de El Castañar, el viejo y querido recinto que se levantó en el siglo XVIII y que este año cumple precisamente trescientos años. Algún viajero inglés de aquellos que recorrían España a lomos de caballería y luego escribían guías señaló su sorpresa por el parecido del paisaje bejarano con el del Tirol. Eso fue antes de que el gran Elliott Murphy viniera y dijera que no, que a lo que se parecía era a Chicago.
Durante tres días los asiduos del blues hemos corrido del Teatro Cervantes al Café La Alquitara para asistir a las dos sesiones que el cartel nos ofrecía. Pero se acabó el pequeño formato: ayer ya pudimos sentar los reales en el escenario central, esa plaza de toros que es un claro abierto al cielo entre los castaños ya acostumbrados al sonido del Mississippi.
Unos mil quinientos aficionados se repartían por la arena y las gradas cuando Jimmy Burns subió a las tablas, un bluesman de la vieja escuela que está saboreando el éxito y el reconocimiento en el último tramo de su trayectoria, después de haberse iniciado en los sesenta y haberse sumido en el olvido en las décadas siguientes. Festivales como éste permiten recuperar artistas que nunca estuvieron en la primera línea, pero sostuvieron la mejor raíz blusera de los padres fundadores, Waters, Holf, King y compañía.
Fue el turno luego de los metales de los ingleses Blue Harlem, una banda retro impecable hasta en la forma de vestir, asumiendo hasta el más mínimo detalle el ambiente escénico de las viejas formaciones que hacían swing al filo del medio siglo pasado, con la poderosa voz de la vocalista Sophie Shaw dando juego a los dos saxos, la trompeta y los teclados de en piezas tan magníficamente adornadas como el Hound Dog rocanrrolero llevado a ese medio tempo del jazz bailón.
Y en esto llegó el trueno y descargó la tormenta. La noche acabó con la juerga prodigiosa de un Raimundo Amador que tiene ganada la gloria hace muchos años y no da sorpresas, salvo la de abrasarte durante dos horas envuelto en las llamas de sus guitarras. Alguien me dijo al lado que había subido al escenario Carlos Santana, por el sombrero y las pintas que llevaba, el bigotito y las gafas, que no eran de sol sino de ver, peajes de la vida. Y no dejaba de tener razón: lo del sevillano no deja de ser el mismo blues latino, pero enriquecido (y mucho) con la veta flamenca aprendida en la familia. En todo caso, basculando hacia un lado u otro, el blues latino o el flamenco, los dedos del genio imponen en la guitarra un sonido propio y reconocible que forjó hace treinta años, cuando se abrió camino con Veneno y Pata Negra, repertorio en el que insistió mucho, sabio sabedor de que el público venía de lejos, en lo geográfico y en lo espiritual.
Durante tres días los asiduos del blues hemos corrido del Teatro Cervantes al Café La Alquitara para asistir a las dos sesiones que el cartel nos ofrecía. Pero se acabó el pequeño formato: ayer ya pudimos sentar los reales en el escenario central, esa plaza de toros que es un claro abierto al cielo entre los castaños ya acostumbrados al sonido del Mississippi.
Unos mil quinientos aficionados se repartían por la arena y las gradas cuando Jimmy Burns subió a las tablas, un bluesman de la vieja escuela que está saboreando el éxito y el reconocimiento en el último tramo de su trayectoria, después de haberse iniciado en los sesenta y haberse sumido en el olvido en las décadas siguientes. Festivales como éste permiten recuperar artistas que nunca estuvieron en la primera línea, pero sostuvieron la mejor raíz blusera de los padres fundadores, Waters, Holf, King y compañía.
Fue el turno luego de los metales de los ingleses Blue Harlem, una banda retro impecable hasta en la forma de vestir, asumiendo hasta el más mínimo detalle el ambiente escénico de las viejas formaciones que hacían swing al filo del medio siglo pasado, con la poderosa voz de la vocalista Sophie Shaw dando juego a los dos saxos, la trompeta y los teclados de en piezas tan magníficamente adornadas como el Hound Dog rocanrrolero llevado a ese medio tempo del jazz bailón.
Y en esto llegó el trueno y descargó la tormenta. La noche acabó con la juerga prodigiosa de un Raimundo Amador que tiene ganada la gloria hace muchos años y no da sorpresas, salvo la de abrasarte durante dos horas envuelto en las llamas de sus guitarras. Alguien me dijo al lado que había subido al escenario Carlos Santana, por el sombrero y las pintas que llevaba, el bigotito y las gafas, que no eran de sol sino de ver, peajes de la vida. Y no dejaba de tener razón: lo del sevillano no deja de ser el mismo blues latino, pero enriquecido (y mucho) con la veta flamenca aprendida en la familia. En todo caso, basculando hacia un lado u otro, el blues latino o el flamenco, los dedos del genio imponen en la guitarra un sonido propio y reconocible que forjó hace treinta años, cuando se abrió camino con Veneno y Pata Negra, repertorio en el que insistió mucho, sabio sabedor de que el público venía de lejos, en lo geográfico y en lo espiritual.
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