De guindas a brevas el semanario Béjar en Madrid acoge en sus páginas algunos trabajos de investigación de los que estoy por afirmar que con seguridad gozan de escasos lectores, pero que sin embargo pasan a formar parte de ese patrimonio que conforma la bibliografía local esencial. Es ducho el semanario en ese sentido, con sus casi cien años de historia. En sus páginas han aparecido algunas de las aportaciones de largo alcance que luego nos han servido a las generaciones posteriores para seguir perfilando la identidad de Béjar.
Es el caso ahora de las cinco entregas que Manuel Marcos Casquero ha publicado a lo largo de mayo y junio con el título de “Sobre el nombre de Cantagallo”. Estoy seguro de que el autor, porque me ha pasado a mí más de una vez, se preguntará si al otro lado de las páginas, una vez publicadas, alguien las habrá leído. Por las mismas, sospecho que cuatro gatos, cinco si me incluyo. Se trata de un estudio de alta filología, como todos los del autor, sobre la más que curiosa etimología del topónimo Cantagallo. Son escasísimos los trabajos de que disponemos para saber por qué los lugares de Béjar y sus alrededores se llaman como se llaman. No es el primero, en todo caso, que Marcos Casquero escribe. Ya en 1973, en otra serie de artículos parecida a ésta, intentó ponerle cerco al propio nombre de Béjar, tan intrigante. Y qué decir del único “diccionario” que tenemos de palabras bejaranas, que él escribió y luego publicó el Centro de Estudios Salmantinos. No seré yo quien redunde sobre todo lo que sabe Marcos Casquero de las interioridades de la lengua bejarana. Baste decir que es nuestro primer filólogo, y por tanto maestro.
Sólo desde la atalaya de esa maestría y los muchos años enterrados en los libros se puede allegar el caudal de datos que aporta para intentar decirnos, entre burlas y muchas veras, qué demonios puede significar el nombre del encantador pueblecito de Cantagallo. Porque desde fuera lo más fácil es dar por hecho lo obvio, que ahí cantó un gallo, tan de Perogrullo como aquel amigo mío que explicaba a un norteamericano curioso que su tierra de Extremadura significaba que era “en extremo dura”. Y luego resulta que no, que las cosas de la ciencia etimológica dicen que aquello son los extremos del Duero. Vaya por Dios.
Marcos Casquero se ha tomado la paciencia de hacer acopio de referencias e hipótesis de toda índole, construyendo suposiciones que luego derriba para acabar donde empezó, no sin sorpresa y regocijo para el lector: resulta que sí, que lo más probable es que signifique lo que la etimología popular afirma, que allí cantó un gallo.
Y si Marcos Casquero lo dice, para mí punto en boca. A ver qué hago yo en adelante, después de haber creído siempre al llorado José Luis Majada, que en otro trabajo de índole toponímica decía que Cantagallo significaba “piedra azul”, y nos dejaba a los filólogos la tarea de decir porqué. Se hubiera reído, el buen sacerdote, con la respuesta que le ha dado Marcos Casquero.
Es el caso ahora de las cinco entregas que Manuel Marcos Casquero ha publicado a lo largo de mayo y junio con el título de “Sobre el nombre de Cantagallo”. Estoy seguro de que el autor, porque me ha pasado a mí más de una vez, se preguntará si al otro lado de las páginas, una vez publicadas, alguien las habrá leído. Por las mismas, sospecho que cuatro gatos, cinco si me incluyo. Se trata de un estudio de alta filología, como todos los del autor, sobre la más que curiosa etimología del topónimo Cantagallo. Son escasísimos los trabajos de que disponemos para saber por qué los lugares de Béjar y sus alrededores se llaman como se llaman. No es el primero, en todo caso, que Marcos Casquero escribe. Ya en 1973, en otra serie de artículos parecida a ésta, intentó ponerle cerco al propio nombre de Béjar, tan intrigante. Y qué decir del único “diccionario” que tenemos de palabras bejaranas, que él escribió y luego publicó el Centro de Estudios Salmantinos. No seré yo quien redunde sobre todo lo que sabe Marcos Casquero de las interioridades de la lengua bejarana. Baste decir que es nuestro primer filólogo, y por tanto maestro.
Sólo desde la atalaya de esa maestría y los muchos años enterrados en los libros se puede allegar el caudal de datos que aporta para intentar decirnos, entre burlas y muchas veras, qué demonios puede significar el nombre del encantador pueblecito de Cantagallo. Porque desde fuera lo más fácil es dar por hecho lo obvio, que ahí cantó un gallo, tan de Perogrullo como aquel amigo mío que explicaba a un norteamericano curioso que su tierra de Extremadura significaba que era “en extremo dura”. Y luego resulta que no, que las cosas de la ciencia etimológica dicen que aquello son los extremos del Duero. Vaya por Dios.
Marcos Casquero se ha tomado la paciencia de hacer acopio de referencias e hipótesis de toda índole, construyendo suposiciones que luego derriba para acabar donde empezó, no sin sorpresa y regocijo para el lector: resulta que sí, que lo más probable es que signifique lo que la etimología popular afirma, que allí cantó un gallo.
Y si Marcos Casquero lo dice, para mí punto en boca. A ver qué hago yo en adelante, después de haber creído siempre al llorado José Luis Majada, que en otro trabajo de índole toponímica decía que Cantagallo significaba “piedra azul”, y nos dejaba a los filólogos la tarea de decir porqué. Se hubiera reído, el buen sacerdote, con la respuesta que le ha dado Marcos Casquero.
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